El novelista venezolano Alberto Barrera Tyzska, premio Tusquets en 2016 con la novela Patria o muerte, comentaba años después a un periodista español que Chávez había retomado una tradición venezolana de la oralidad, del hablador carismático, de echador de cuentos. Sabía manejarse perfectamente en ese terreno. Podía ser serio, agresivo, cursi, melodramático y divertido, todo ello en diez minutos. Manejaba muy bien los códigos populares, era empático con las audiencias, incluso podía burlarse de sí mismo, pero jamás dejaba de ser el centro de su mensaje. Y creó un estilo bajo la idea de que imitándolo se podía alcanzar el éxito.
El caso es que muchos políticos y ejecutivos venezolanos, gente educada y de buena dicción, fueran opositores o chavistas, impostaron durante los años del esplendor chavista lo que pensaban que era un “habla popular” cuya fuente sería una tradición muy característica de la gente del Llano, acostumbrada a improvisar coplas y contar historias en su mayor parte inverosímiles. La escritora y guionista venezolana María Elena Morán (Maracaibo, 1985) participó en cierto modo de esa hipnosis chavista y entona en Volver a cuándo un sutil “mea culpa” resuelto sin que la autoficción vaya más allá de su empatía con las corrientes sentimentales que atraviesan la novela lidiando con el fracaso de la revolución. Residente en Brasil desde hace unos cuantos años, el hecho de estar lejos, de tomar distancia, le ayudó a quitarse ese velo hipnótico y ver lo que luego dirá por medio de uno de sus personajes: “Dictadura parece ser algo que los revolucionarios combaten, no algo que ellos mismos construyen”.
Mediante un entramado de versiones que se sirve de cinco voces narrativas pertenecientes a una familia de Maracaibo, los juegos de poder que vertebran la estructura macro de lo colectivo irrumpen en lo micro, en lo íntimo. La Historia con mayúscula se integra en el conflicto personal de cada uno de los miembros de dicha familia. Tal como han hecho siete millones de venezolanos en la, digamos, vida real, Nina, decide irse a Brasil en busca de una vida mejor y deja a su hija adolescente, Elisa, con su abuela, Gabriela. El padre de la niña, Camilo, distanciado ya de ambas, participó activamente en la revolución chavista, al igual que Nina. Cuando se percata de que Nina se fue a Brasil, intenta ganarse de nuevo a su hija para recuperar una utópica vida familiar que nadie, posiblemente ni él mismo, está en condiciones de afrontar. Camilo no deja de ser una réplica íntima del autoritarismo nacional y, en definitiva, de los males que sustenta una revolución ajena a la autocrítica, paralizada en el bucle del “momento histórico” que todo lo disculpa, que anula la autocrítica desde dentro, la autocrítica de sus simpatizantes, de una izquierda desencantada sin remedio.
Además de esta lectura sociopolítica que se integra tan bien en el conflicto particular de una familia, la novela se desliza con una musculatura verbal de sorprendente rendimiento. El jurado del Premio de Novela Café Gijón, compuesto por Mercedes Monmany, Marcos Giralt Torrent, Rosa Regàs, Antonio Colinas y José María Guelbenzu, da fe de ello al destacar el dominio formal de la escritora venezolana y subrayar la gran musicalidad de su escritura coloquial. Las cinco voces narrativas se expresan desde una oralidad saturada de hallazgos expresivos sorprendentes, propios del “maracucho”, una variante de habla propia de la región departamental de Maracaibo a la que la autora no ha querido renunciar, pues es la suya y la de los personajes convocados a este dilema de “volver a cuándo”, donde el espacio perdido no deja de ser un tiempo sin vuelta atrás, porque ni el lugar al que volver será nunca el mismo, ni quien vuelve será nunca el mismo que se fue. Ahí juega un papel muy importante, Raúl, el padre de Nina, abuelo de Elisa, que ya no está entre los vivos, pero que cumple su cometido de amparo y refuerzo desde otra dimensión no física y, a la vez, mucho más cercana, pegada al oído.
Quizá por ese motivo, María Elena Morán dedica esta novela a su padre, Rodolfo, “y nuestra patria portátil”, conocedora de la herida que abre lo que se deja atrás cuando se emprende un camino propio, y muy pendiente de lo que dice Joseph Brodsky a la entrada de la novela: “Un hombre libre, cuando fracasa, no culpa a nadie”.
Autora de una primera novela titulada Los continentes del adentro, publicada en portugués, trabaja actualmente en su tercera novela desde la perspectiva inversa a la de Nina, esto es, el punto de vista de quien recibe al emigrante, cuánto hay de altruismo en ello, qué se espera a cambio sin esperar nada. Pero qué se espera.
Antes de convertirse en el emblema de la novela moderna, Miguel de Cervantes decía con resentida precisión: «Eso que llaman Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, por eso no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba ni a quién ensalza».
El reconocimiento que un autor disfruta o padece por sus lectores es un fenómeno maleable por definición. Moisés Mori es un buen ejemplo de ello, admirado por Vila-Matas, pero siempre por debajo de la línea de flotación que separa el consumo minoritario de la celebridad. Escenas de la vida de Annie Ernaux, uno de esos libros que justifica una carrera literaria, podría ser El Quijote de Mori si hubiera contado en el momento de su publicación con el reconocimiento que se merece.
Estamos ante un autor inclasificable, cuya escritura siempre ha seguido una vía singular, de procedimiento libre, más pendiente de los desvíos que de los atajos. En sus libros se cruzan diversos géneros, desde el ensayo a la ficción, punteando una suspensión poética y una erudición creativa culminada sutilmente en autobiografía literaria.
Todos sus libros ofrecen hasta el momento el ideario de una escritura arraigada en el comentario sobre otros autores y autoras, libros que se conciben como ensayos en el sentido literal del término, como una ruma de la crítica literaria, pero huérfana de teoría. En ellos resulta palpable la intención de dar entidad literaria al comentario crítico, situándose en un lugar indeterminado y abierto por el que transita a solas, apechugando con la severidad que impone la falta de compañeros de viaje, pero disfrutando de esa libertad, también.
Escenas de la vida de Annie Ernaux es una obra monumental, no solamente por su envergadura física, que también, sino, y sobre todo, por el proyecto literario que llega a consumar. No hay en este libro una sola página de transición, de relleno, de truco de perro viejo. La narración, que lo es, se presenta como un diario de lecturas durante cuatro años, tal como se anuncia en el subtítulo. Sin embargo, cuando uno se adentra en ese diario, a medida que avanza, tiene la impresión de estar leyendo una novela, pues apetece seguir leyendo para saber qué pasa, genera una intriga impropia del género ensayístico. Según avanzamos, el personaje central, por decirlo así, no solamente es la escritora Annie Ernaux, sino el propio narrador al contar su lectura global, literatura y vida, de la escritora francesa. Un narrador que durante muchas etapas del camino permanece escondido en los epígrafes de cada capítulo, pero que aparece de súbito en el tramo final decidido a ocupar un espacio protagonista.
Con todo, Escena de la vida de Annie Ernaux no deja de ser una exhibición de lo que el ensayo como género puede dar de sí. Ni Ernaux ni sus novelas son un mero pretexto en el discurso argumentativo, adquieren carne, entidad física, presencia de personaje, por un lado, y de historias abiertas, por otro.
Estamos acostumbrados a constantes revisiones de los procedimientos narrativos por parte de la ficción, pero no es habitual una revisión de tal calibre en el ámbito del ensayo. Mediante una indagación personal, histórica y biográfica, el narrador interviene expresa y directamente con su punto de vista por bandera, por lo que se modela como personaje cuya acción consiste en la lectura de la obra de Annie Ernaux y escribir un diario de sus lecturas. Y todo ello, como vamos intuyendo, responde al puro azar de los encuentros imprevistos, y el ritmo de la respiración aumenta casi como en un thriller.
Fragmentos de Escenas de la vida de Annie Ernaux
«La obra literaria de Annie Ernaux se apoya la exposición sociológica y la historicidad de los hechos, pero esos materiales constituyen en suma recursos narrativos, esto es, mecanismos de la subjetividad escrita, de un discurso (conocimiento, rebeldía, exhibicionismo, coartada) que no llamamos neurastenia sino literatura. Pero el hecho de constatar esta cara retórica no vacía los textos de su penetración sociológica, de su fibra política; al contrario, es con esos presupuestos sociopolíticos como comprendemos mejor la subjetividad de la autora, su elaboración literaria, la exposición pública ya sea del cuerpo y del deseo, de la enfermedad y el dolor, de los sueños». (p. 188)
«La propia exhibición de lo íntimo tiene una naturaleza política, supone la conquista de un espacio público, pues con solamente salir a la luz actúa contra el orden ideológico, desenmascara las buenas maneras de los poderosos, provoca un debate, pone en cuestión la idea de la literatura como bellas letras». (p. 254)
«La mirada sobre los demás es, ante todo, una mirada moral». (p. 285)
«En efecto, tal como demuestra esta escena a la vuelta de Ruán, la chica ya no ve a su madre con los ojos inocentes y sin distancia, es decir, con los de la gente baja (¿baja/alta?), los de sus familiares y vecinos, a todos los cuales les hubiera parecido completamente normal el aspecto de la tendera (¿acaso no estaba durmiendo?) y nunca hubieran echado en falta, por ejemplo, una bata sobre el camisón. A.E. puede ver a su madre reflejada en los ojos pasmados de su profesora y de sus compañeras, porque justamente ella ha aprendido a mirar desde otro lugar, ha adquirido esa otra mirada cultural». (p. 295).
«No es fácil reconocerse siempre el mismo, admitir la existencia de una identidad esencial. Seguramente sólo somos una construcción imaginaria (calcada de las novelas, de la publicidad, de lo que hemos visto), apenas un relato vital que en apariencia nos constituye y nos otorga la sensación de permanencia. Así es, un argumento. Un peón del juego social». (p. 314)
«Con todo, tarto de aprovechar esas ideas, resuenan también en La vergüenza: ‘la memoria no me aporta ninguna prueba de mi permanencia o de mi identidad. Al contrario, me hace sentir y me confirma mi fragmentación y mi historicidad'». ( p. 315)
«¿Por qué habría de interesarme la literatura? Ya sé, para reemplazar mi déficit con las palabras, con una ilusión: sí, no otra cosa significa este diario. Pero ya no escribo, me olvido de todo: miel blanca y cerveza de amapola. Agua, agua en los bares. No me interesa nada. He dejado de nuevo el tabaco». (p. 693)
Los avances tecnológicos están siendo tan rápidos que se naturalizan sin que haya reflexión sobre sus límites, sean éticos o legales. Cuando la ficción incide en ello, entonces sí pensamos en sus límites y nos sorprende la dimensión del asunto. Incluso nos empieza a asustar. Kentukis podría ser un excelente capítulo de la serie Black Mirror por ese motivo, además de ser una novela que formalmente tiene un planteamiento de contrapunto, esa técnica que se ha ido convirtiendo, tanto en la novela como en el cine, en la más utilizada para narrar realidades complejas. Conforman Kentukis una serie de historias alternadas en constante progresión con un motivo principal común: la tecnología como ventana en la que exhibir la vida cotidiana. Kentuki es una ciudad australiana y también suena de modo muy parecido el nombre de otra ciudad ucraniana. Kentuki es también un famoso caballo ruso y un plato de comida japonesa. Un nombre con alto nivel de confusión, un término muy global que en el fondo no dice nada y que Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) encuentra idóneo para bautizar el dispositivo tecnológico que se le ocurrió cuando pensó en el cruce entre un peluche y un teléfono móvil de última generación. Muñecos con forma de animales y tripas binarias. A partir de ahí, relata de forma alternada una serie de historias en las que los personajes interactúan entre ellos mediante uno de esos muñecos. Se puede comprar uno en cualquier tienda de electrodomésticos, conectarlo y esperar a que un usuario que haya comprado la tarjeta correspondiente se conecte al sistema desde cualquier parte del mundo y controle el muñeco desde su ordenador. Los ojos del muñeco son cámaras y dos ruedecitas en la base permiten moverlo desde el ratón del ordenador por todos los rincones de la vida cotidiana de la persona que lo ha comprado. Se puede tener un kentuki en casa o se puede ser un kentuki desde el ordenador, ver o que me vean, esas son las dos tipologías de personajes que interactúan en Kentukis. «¿Qué tipo de persona elegiría «ser» kentuki en lugar de «tener» un kentuki?», se pregunta Alina, uno de los personajes de la novela, propietaria de uno con forma de cuervo. Al igual que Alina, los personajes de esta novela que adquieren uno de estos peluches pagan por compartir su intimidad con ciudadanos anónimos de cualquier parte del mundo. No se trata de un mundo distópico, sino de un pequeño paso más por el lado más inquietante del avance tecnológico. “Esto no va del fin del mundo, sino de una señora en la cocina”, comenta Samanta Schweblin. Kentukis nos plantea un interrogante acerca de la deriva que va tomando una proporcionalidad acuciante: cuanta más intimidad, más repercusión. Vivimos en la soledad absoluta, pero hipertecnologizados, de manera que la tecnología impregna y condiciona nuestras relaciones. Uno de los aciertos de la novela consiste en evitar una visión de la tecnología como un gran monstruo maligno, porque el verdadero mal de la tecnología, el mal real, es que al otro lado hay un ser humano. El kentuki no deja de ser una trampa porque parece una mascota, pero hay un ser humano anónimo detrás. La relación con el kentuki funciona mientras no haya comunicación directa a través del lenguaje, pero en cuanto alguien idea un sistema que permita establecer una comunicación, desaparece el anonimato, la relación fracasa y se interrumpe definitivamente. Comentaba recientemente Adela Cortina, catedrática de Ética en la Universidad de Valencia, que el abandono de la intimidad, «la dificultad de encontrar un lugar donde formar la conciencia por el triunfo de la extimidad frente al cultivo de la intimidad, la exhibición, el espectáculo que nos pone en manos de la aprobación ajena, nos lleva a vivir pendientes de la reputación, del que dirán los otros». Esta contienda entre el ser y el parecer nos sitúa en la paradoja de que la incesante evolución tecnológica saca a la superficie los principios ideológicos del Barroco, un movimiento cultural profundamente encerrado en sí mismo. A falta de una ética digital, la tecnología parece dirigir un cambio social en ese sentido. Samanta Schweblin ha mostrado siempre una fascinación por lo extraordinario, lo anormal, lo insólito, y nunca ha necesitado salir del núcleo familiar para encontrarlo. En sus celebrados libros de relatos, como “El núcleo del disturbio” (2002), “Pájaros en la boca” (2009) o «Siete casas vacías» (2009), y en su novela anterior, “Distancia de rescate” (2014), la familia aparece como el lugar del drama inicial del ser humano, seno de relaciones entre padres e hijos donde la educación forma, pero también deforma, al igual que la relación de pareja limita y condiciona de manera inapelable. Todo ello está muy presente también en Kentukis, nidos familiares o parejas en las que el peluche tecnológico viene a cubrir un oscuro hueco de afecto, de comunicación. Y desde el otro lado, desde la pantalla que dirige sus movimientos, casi te permite tocar: «Si lograbas encontrar nieve, y empujabas lo suficiente tu kentuki contra un montículo bien blanco y espumoso, podías dejar tu marca. Y eso era como tocar con tus dedos la otra parte del mundo». El simulacro ya cotiza con mayor valor emocional que el acto.
Cada año, más de doce mil personas optan en Francia por desaparecer, abandonar a su familia y rehacer su vida, a veces en la otra punta del mundo, a veces sin cambiar de ciudad. Se llama Florent-Claude Labrouste y detesta su nombre de pila. El narrador de Serotonina se agarra al antidepresivo Captorix como a un flotador en las aguas gélidas de un naufragio que ni quiso ni pudo evitar. Se queda fascinado por el dato y se pasa la noche consultando internet para saber más, convencido de que va al encuentro de su propio destino.
Como fan declarado del rock, Michel Houellebecq (Saint-Pierre, 1958) es partidario de cierta agitación nerviosa: «Mi cerebro es cualquier cosa menos tranquilo». Si toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas, Houellebecq mete el dedo en la llaga de la suya y aprieta bien fuerte. En las tres décadas de escritura que ya carga a sus espaldas, el ajuste de cuentas con el declive de la sociedad francesa es feroz. Partidario de decir el mal sin contemplaciones, ávido lector de Shopenhauer, cada vez que escribe experimenta la misma sensación que si estuviera en medio de un ataque de eczema: se rasca hasta acabar sangrando. «Sed abyectos, seréis auténticos», dice un poema suyo.
Desde sus inicios, Houellebecq afila su pensamiento en contacto con el ideario pesimista y puritano de Lovecraft, con un ojo puesto en Baudelaire y otro en el existencialismo francés. Desde entonces, con estudiada carga de parsimonia y deterioro de su aspecto físico, se ha limitado a subrayar los chispazos que anuncian el caos, el lento ascenso hasta la curva que desciende vertiginosa hacia la decadencia inevitable. Houellebecq describe aquello que la gente teme que pueda pasar. Y luego pasa.
Su novela Plataforma (2001) incluía un atentado en Tailandia y se publicó un mes antes del 11S. El apocalipsis será tema central de novelas como la posibilidad de una isla (2005) y el mapa y el territorio (2010). En 2012 la prensa anunció su secuestro por parte de Al Qaeda y acto seguido protagonizó la caracterización de su propio personaje en El secuestro de Michel Houellebecq, un largometraje de Guillaume Nicloux etiquetado como falso documental. Poco después, Sumisión, novela en la que imagina una Francia dominada por el islamismo, llega a las librerías el mismo día del ataque terrorista contra el semanario Charlie Hebdo, en enero de 2015. Posteriormente inauguró en París una exposición de fotografías suyas donde retrata en serie sus obsesiones, desde el vacío existencial hasta el apocalipsis. Imágenes de paisajes desolados y decadentes, repletos de edificios abandonados que fueron santo y seña del turismo de masas, y en ese contexto debemos interpretar que el narrador de Serotonina se refiera a Franco como un «gigante» de este tipo de turismo.
En una de sus principales secuencias, Serotonina plantea una violenta y trágica revuelta de agricultores normandos que termina en un sangriento enfrentamiento con la policía, anticipo de lo que luego fue la revuelta de los «chalecos amarillos» en las calles de París. Serotonina abarca, no obstante, un ideario de carácter íntimo, altamente perturbador, tanto en el mundo de las ideas como en el de las emociones. Florent-Claude Labrouste veranea en Almería y trabaja como funcionario en el Ministerio de Agricultura de París. Desprovisto de planes personales y de verdaderos intereses, profundamente decepcionado por su vida profesional, experiencias de diversa índole en el ámbito sentimental, pero cuyo denominador común es la interrupción, desprovisto, en fin, de razones tanto para vivir como para morir, inmerso en una inacción letárgica, ve en televisión el documental Desaparecidos voluntarios y decide poner en marcha su propio abandono, el de su vida anterior y el de sí mismo. Inicia así un flácido y doloroso derrumbamiento en el que se deja llevar por las circunstancias, cuesta abajo en un proceso indetenible de degradación personal y social. Desde su perspectiva, la propia de Houellebecq, la vida humana ha entrado en una incontrolable fase de degradación a finales del siglo XX y comienzos del XXI condenada a repetir sus errores históricos hasta la extenuación, especialmente en Occidente, donde la vida rural ha sido devorada por ciudades que engendran soledad y vendida por esa «gran puta», en palabras de Florent, que es la Unión Europea. Desde esa óptica debemos interpretar su anhelo de un Frexit. A Houellebecq le gusta el aplauso del público y sabe provocarle, sobre todo en lo que más se deja provocar, la política y el sexo, pero sobre todo dice lo que piensa. Su discurso es altamente impopular cuando dice, por ejemplo, que le gusta que las mujeres sobreactúen en su papel, el que se les ha asignado tradicionalmente, hace que la vida sea más interesante, entre otras cosas, porque erotiza las relaciones entre hombres y mujeres. Un escritor reaccionario, sin alardes estéticos, que se lee del tirón, que viene por la rue Balzac, no por la Flaubert. Houellebecq, que aún cree en el amor como tabla de salvación, gusta de interrumpir el confort a base de sobresaltos y describe con sórdida veracidad la desesperanza actual de la Francia provinciana. Sin cambiar el rictus de una leve sonrisa tímida, encarna en la figura del narrador el lento derrumbe de toda una civilización: «He aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma».
El corte de Aniquilación surge del mismo patrón que Serotonina. Florence-Claude Labrouste y Paul Raison, un alto funcionario del gobierno francés, podrían ser intercambiables en ambas novelas con ligeros ajustes. Quizá por ello está dejando fríos a sus devotos en una especie de impasse hasta la próxima. Dudo, no obstante, que haya más saltos sin red de Houellebecq en sus próximas novelas. Hasta él se hace mayor, lo cual, en su caso, no implica debilitamiento, porque el músculo narrativo de Aniquilación está al alcance de muy pocos. Implica, más bien, cierto cansancio de la provocación, de la travesura genial por maldita. Implica, creo yo, una creciente serenidad al amparo de su manifiesto nihilismo y, a la vez, un entusiasmo por la vida. Paul Raison lo tiene claro, es inútil pensar en el pasado, incluso pensar demasiado en el futuro. Basta con vivir. Y el problema de vivir es toparse con la transitoriedad.
Me parece significativo que en la nota de agradecimientos de Aniquilación el autor sitúe la ciencia médica como uno de los pilares de la novela, en concreto, en lo referente a los cuidados paliativos y a la enfermedad. La novela es corrosiva en ese aspecto, plantea una crítica feroz que va más allá del sistema sanitario francés. También lo perturbador que resulta el cerebro humano, que sea tan difícil de comprender, que sigamos siendo tan extraños para nosotros mismos en el siglo del metaverso y de la doxa liberal que tanto ha fustigado Houellebecq, plenamente imbuida de su creencia en que el afán de lucro pueda reemplazar cualquier otra motivación humana y proporcionar por sí sola la energía mental necesaria para mantener una organización social compleja. La actitud moral de las sociedades occidentales ante la senectud es uno de los ejes sutiles de la novela. Tenemos un problema con la vejez que ha quedado manifiesto en la época más cruda de la pandemia. Una lectura política es demasiado corta. La valía de una persona disminuye a medida que su edad aumenta. Se devalúa el pasado y en buena medida el presente en favor del futuro, es decir, se devalúa lo real para preferir una virtualidad situada en un futuro incierto.
Paul Raison es plenamente consciente de que el conjunto del sistema se derrumbará en un colapso gigantesco. Se encuentra en la extraña situación de trabajar con constancia y abnegación para el mantenimiento de un sistema social que sabe irremediablemente condenado a no muy largo plazo, tanto en lo personal como en lo colectivo. Vivir de costado. El amor es un refugio de ternura y anhelada complicidad durante el tránsito. Eso lo convierte en un personaje fascinante, muy cerca del poder político y, a la vez, muy lejos de todo. Un extranjero. Hay un amor a la vida que consiste en eso.
Alguien tan mesurado en fondo y forma como es Richard Ford dice que no hay nada normal, que la normalidad no es más que un concepto. Una idea de la mente. Los personajes de Paul Auster son también una idea de la mente cuyo árbol genealógico podría iniciarse en Robinson Crusoe.
Daniel Quinn tiene treinta y cinco años y vive modestamente en un pequeño apartamento de Nueva York. Su mujer y su hijo han muerto en un accidente. Desde entonces, escribe novelas de misterio bajo seudónimo. El resto del tiempo lee, va al cine, acude a exposiciones. En verano sigue los partidos de béisbol por televisión; en invierno, prefiere la ópera. Pero lo que más le gusta es caminar. Haga frío o calor, sale todos los días de su apartamento a pasear por la ciudad como si no viviera en ella, sin dirigirse a un lugar concreto. Por muy bien que llegue a conocer los barrios y las calles, Nueva York siempre le ofrece la sensación de andar perdido. En la ciudad y dentro de sí mismo. Cada vez que da un paseo es como si se dejara a sí mismo atrás, reduciéndose a un ojo que ve. Y eso le proporciona cierta paz, un saludable vacío interior: “El movimiento era lo esencial. El acto de poner un pie delante de otro y seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales sin importar dónde estabas. En sus mejores paseos lograba sentir que no estaba en ningún sitio”.
Marco Stanley Fogg llega a Nueva York el verano en que Armstrong tatúa su huella en la piel de la luna. Estudia en la Universidad de Columbia y reside durante los nueve meses del primer curso en un colegio universitario. Al terminar el curso se traslada a un departamento de la calle 112 oeste y vive allí con más de mil libros, herencia de un tío suyo. Pasa tres años sin apenas salir de casa, hasta que toca fondo y acaba viviendo en la calle. Quiere ir hasta el final. Una vez en esa situación, una vez allí, ver qué sucede. Acaba cruzando a pie el desierto Utah rumbo a California: “Fue entonces cuando eché a andar. Estaba tan furioso, tan ofendido por lo que me había sucedido, que dejé de hacer auto-stop. Caminé todo el día desde el amanecer hasta el anochecer, pisando como si quisiera castigar a la tierra bajo mis pies. Al día siguiente hice lo mismo. Y al otro. Continué andando los cuatro meses siguientes, avanzaba lentamente hacia el Oeste y me detenía en algún pueblo un par de días para continuar luego mi camino, durmiendo en campos, en cunetas, en cuevas. Durante las dos primeras semanas me sentía como alguien golpeado por un rayo. Lloraba, aullaba como un loco. Pero luego, poco a poco, se fue consumiendo la ira y me adapté. Gastaba un par de botas tras otro. Hacia el final del primer mes, comencé a hablar de nuevo con la gente”.
A Jim Nashe, bombero de Nueva York, le abandona su mujer y casi al mismo tiempo recibe una herencia de su padre, al que no conoció. Deja a su hija al cuidado de su hermana, se compra un Saab rojo y se dedica a conducir por Estados Unidos. Conduce de acá para allá, de motel en motel, goza de la velocidad en línea recta, vive en una soledad casi completa, experimenta la seducción del desarraigo absoluto. Un año después, cuando apenas le quedan ya unos diez mil dólares, auxilia a un hombre ensangrentado que se encuentra en el arcén de una carretera desierta: “Fue uno de esos encuentros causales que parecen surgir de la nada: una ramita que rompe el viento y de pronto aparece a tus pies. Si hubiera sucedido en cualquier otro momento, puede que Nashe no hubiera abierto la boca. Pero como ya había renunciado, vio un indulto en el desconocido, una última oportunidad de hacer algo por sí mismo antes de que fuera demasiado tarde. Y así, sin más, se decidió y lo hizo. Sin el menos atisbo de miedo, Nashe cerró los ojos y saltó”.
Peter Aaron regresa a EEUU en 1974 tras haber vivido cinco años en Francia. Conoce a Benjamin Sachs en un bar de Nueva York. Sachs nació el 6 de agosto de 1945 y suele afirmar que le trajeron al mundo en el preciso instante en el que el Hombre Gordo salía de las entrañas del Enola Gay. Puede que por eso le encante el modo en que los hechos se ponen constantemente cabeza abajo. No tiene empleo. Escribe por las noches y vagabundea libremente el resto del tiempo. Entra en los cines a cualquier hora del día, lee en los parques sujetando el libro con una mano y las piernas abiertas. Ese es Sachs. Las mejores ideas se le ocurren lejos de su mesa de trabajo: “En ese sentido, para él todo entraba en la categoría de trabajo. Comer era trabajar, ver un partido de baloncesto era trabajar, sentarse con un amigo en un bar a medianoche era trabajar. A pesar de las apariencias, apenas hay un momento en que no esté trabajando”.
Paul Benjamin, cuarenta años, novelista, residente en Brooklyn, viste ropa informal y fuma puritos. Su mujer murió en el atraco de un banco de la Séptima Avenida cuando estaba embarazada. Minutos antes le había comprado dos latas de puritos en el estanco de Auggie Wren, en el mismo centro de Brooklyn. Paul sigue yendo dos veces por semana a ese estanco. El resto de tiempo deambula por las calles con resaca o se sienta a su mesa de trabajo y escribe a mano en un cuaderno de papel amarillo. En una esquina dormita el ordenador abandonado bajo una repisa de madera con manuscritos y papeles amontonados. Paul y Auggie se conocen desde hace once años. Auggie ha fotografiado la esquina de la calle 3 con la Séptima A Avenida a las ocho de la mañana durante más de cuatro mil días seguidos: “Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curiosos ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asistiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando ya llevaba varios minutos mirando las fotografías, de repente me dijo: Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas despacio”.
David Zimmer, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Hampton, Vermont, traductor al inglés de Rimbaud y Chautebriand, pierde a su mujer y a sus dos hijos en un accidente de avión apenas una semana antes de su décimo aniversario de boda. Durante meses, David vive bajo una neblina alcohólica de dolor y autocompasión, sin apenas moverse de casa, sin apenas comer, sin afeitarse, sin cambiarse de ropa. Pasa las horas tirado en el sofá viendo la televisión. Hasta que Héctor Mann aparece de repente en la pantalla: “Poco antes de que empezara el invierno, cuando los árboles se habían quedado finalmente desnudos y las primeras nieves amenazaban con caer, por casualidad vi en televisión un fragmento de una de sus películas antiguas, y me hizo reír. Eso quizá no parezca importante, pero era la primera vez que me reía de algo desde junio”.
Paul Auster vive en Park Slope, Brooklyn, a dos pasos de la esquina que forma el estanco de Auggie Wren en la calle Court. Trabajó durante un año en un petrolero de la Esso. En 1966 inicia una relación intermitente con Lydia Davis, hija de un profesor de la Universidad de Columbia, en la que Paul se gradúa en Literatura Comparada. Ambos, Lydia y Paul, viajan a Francia en 1970. Malviven con trabajos esporádicos y regresan a EEUU en 1974. Se casan ese mismo año. Tienen un hijo, Daniel Auster. Paul traduce del francés, escribe crítica cinematográfica y publica algún que otro ensayo sobre literatura francesa. Un sábado de madrugada del invierno de 1979 escribe en su cuaderno de notas: “Algo sucede y, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”. A las ocho de la mañana de aquel domingo suena el teléfono de su casa y le comunican la muerte de su padre. “Incluso antes de hacer las maletas para emprender el viaje de tres horas a Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba. Ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo deprisa, su vida entera se desvanecerá con él. Lo que me preocupaba era algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro”. Poco después, Paul escribe un libro sobre su padre titulado La invención de la soledad. Recuerda en él la única vez que lo llevó a un partido de los Giants, los gritos de la multitud cuando bajaban las rampas de cemento del estadio antes de que acabara el partido para evitar los atascos de tráfico. Muchos años después, en noviembre de 1999, comienza a leer por la radio los primeros sábados de cada mes las historias que sus oyentes le envían a la emisora de NPR de Nueva York. En 2022 publicará una selección de esas historias bajo el título Creí que mi padre era Dios.
En 1978 había publicado sus primeros poemas y se ganaba la vida como traductor de Breton, Tzara, Eluard, Char, Dupin, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Afirma con insistencia que el francés debe ser considerado como una influencia en el desarrollo de la lengua inglesa, que es una parte del inglés, un elemento irreductible de su sistema genético. Cumple los treinta años en pleno proceso de divorcio y en 1982 se casa con Siri Hustvedt. Ese mismo año firma una antología de poesía francesa del siglo XX y traduce Una tumba para Anatóle estableciendo una relación emocional por la hospitalización de su hijo Daniel con problemas de asma. Todo lo que toca se convierte en un fracaso. Inventa un juego de cartas sobre el béisbol e intenta venderlo durante seis meses a distintos patrocinadores, pero nadie lo compra. Fue en esa época cuando recibió aquella llamada telefónica una madrugada de domingo. El dinero heredado le da para vivir dos o tres años sin preocupaciones. Tiempo para escribir. La muerte de su padre le cambió la vida, no puede escribir sin pensarlo. Pero no dejará de estar acuciado por problemas económicos hasta 1985, cuando la publicación de su novela La ciudad de cristal le de al fin salida como escritor.
Paul pensaba que el cine sería su verdadera vocación. A los 19 años escribió un par de guiones para películas mudas. Eran muy largos, muy detallados, ochenta páginas de complicados y meticulosos movimientos, cada gesto expresado con palabras. Una especie de Buster Keaton revisitado, comedias raras, caras impasibles, golpes. A finales de 1990, Wayne Wang lee en el New Yorker un relato de Paul titulado El cuento de Navidad de Auggie Wren y de la colaboración de ambos surge la película Smoke, rodada en Brooklyn, muy cerca de casa de Paul. El material que rodó por pura diversión en los descansos del rodaje dará lugar a otra película, una chifladura titulada Blue in the fase. Poco tiempo después escribirá el guion de Lulu on the bridge, una versión de la novela La caja de Pandora de G.W. Pabst que él mismo termina por dirigir tras la negativa de Wim Wenders.
En 1979 vive en un apartamento del décimo piso del nº 6 de la calle Varick, Nueva York. Duerme vestido dentro de un saco de dormir. Unos cuantos libros, tres sillas, una mesa y un lavabo con retrete. Ese invierno es tiempo de escritura febril, como suele decirse en estos casos. El traductor de poesía francesa comienza a traducirse a sí mismo y su vida parece no transcurrir en presente. Escribe sobre su vida y, en cierto modo, la va perdiendo de vista, se aleja de sí mismo mientras se supone que se acerca a sí mismo. Tiene la misma sensación que cuando traduce. El narrador se convierte en un extraño para sí mismo y tiene que empezar a traducirse a sí mismo. La ficción le permite reconocer su pasado. Ese carácter introspectivo de su escritura le permite desdoblarse allí mismo, en su apartamento. Paul escribe sobre un hombre que escribe en su habitación sobre otro hombre. Una fría mañana de noviembre de 1979, en el décimo piso del nº 6 de la calle Varick, teclea lo siguiente: “Le parece extraordinario, incluso en la ordinaria realidad de la experiencia, tener los pies sobre la tierra, sentir cómo sus pulmones se contraen y se expanden con el aire que respira, saber que si pone un pie delante de otro sería capaz de caminar desde donde está hasta donde quiere ir”.
Parece que los personajes de Paul, para salvar su vida, tienen que estar a un paso de destruirla. Parece que su mundo está escindido en dos mitades que ya no se hablan. Han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas y eso les ocasiona una ruptura social y una resistencia al ralentí por los márgenes de su propia vida. Una vida ascética y tangente en una ciudad posmoderna como el Nueva York de los noventa. Daniel Quinn en La trilogía de Nueva York; Marco Stanley Fogg en El palacio de la luna; Jim Nashe en La música del azar; Benjamin Sachs en Leviatán; Paul Benjamin en Smoke; David Zimmer en El libro de las ilusiones… Todos ellos, como escribe Héctor Mann en el diario que se encuentra David Zimmer: “Nunca más perdido que ahora, nunca tan solo y tan inquieto. Pero nunca tan vivo”. Paul prepara cada uno de esos bocetos a partir de la imagen de su admirado Hölderlin tras la muerte de Suzette, cruzando solo y a pie las montañas y luego sin salir apenas de su habitación, a no ser para dar un paseo sin rumbo por el campo, llenando los bolsillos de piedras y recogiendo flores que hace pedazos con los dedos. Gente que se encuentra ante una segunda oportunidad para empezar desde cero y que decide entonces llevar a cabo un proyecto, digámoslo así, en el que aprender a no desear nada con demasiado empeño y descubrir el poder del azar, lo frágiles que somos en sus manos: “Nuestro cuerpo va por el mundo a la deriva, flotando en algo grande, mucho más grande que él, y al mismo tiempo todos estamos aislados, encerrados en nosotros mismos, viviendo una vida puramente interna. Creo que en gran medida escribo sobre eso, sobre esa separación entre el adentro y el afuera, y sobre cómo la gente enfrente o evita el abismo que hay en medio”.
Serán ellos mismos quienes confieran un nuevo sentido a sus vidas a través de un work in progress que inician con el propósito de no acabar nunca. Es el caso de Fanshawe y su obra literaria en La habitación cerrada. La biografía del viejo Effing que escribe Marco Stanley Fogg en El palacio de la luna. Las fotografías de Auggie Wren en el guión de Smoke. Las investigaciones de Daniel Quinn en El palacio de cristal o de David Zimmer en El Libro de las ilusiones siguiendo la pista de Héctor Mann, que rueda nueve películas en el desierto de Nuevo México renunciando a sus ambiciones personales para entregarse a la creación de una obra cuyo objeto esencial es la nada. Paul Auster buscando la llama inmortal de Stephen Crane.
Lo importante es tener una buena historia que contar. En casi todos sus libros, el final se abre a otra cosa nueva. Se abre al capítulo siguiente, a algo que ya no aparece en el libro, pero que el libro sugiere. Un paso más de un libro o un paso más de la vida, es lo mismo. Si el personaje no está muerto, su vida continúa. Qué más se le puede pedir a un escritor.
Cuando el director de cine Shohei Imamura filma su aportación a la película colectiva 11’09’’01, dedicada a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, tiene en su mente otra fecha, el 06 de agosto de 1945, día en que la bomba atómica relampaguea sobre Hiroshima a las 08:15h: “Lo que yo quería era describir ese estado de supremo despertar que nos permite aceptar las tragedias vinculadas a la guerra o a un conflicto”. Ese supremo despertar al que alude el director japonés tiene mucho que ver con el resultado del reportaje que a finales de 1945 le encarga William Sham, el entonces director de la revista The New Yorker, al periodista John Herseysobre los efectos de la bomba en los supervivientes de Hiroshima. En medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica e instrumento de venganza merecida, casi nadie se había parado a pensar en EEUU que debajo de la bomba había gente.
John Hersey recibe el encargo en Shangai, donde trabaja como corresponsal, y pasa tres semanas en Japón para escribir acerca de lo sucedido a seres humanos, no a edificios. Reconstruye la vida de seis personas en el momento en que explota la bomba. Su alucinado vagabundeo ese día y los siguientes. Su perplejidad entre las ruinas de una ciudad con más de cien mil cadáveres alrededor. Se entrevista con la señora Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, que acababa de ocupar su puesto en la oficina y giraba la cabeza para hablar con su compañera cuando estalla la bomba. Se entrevista también con el doctor Masakazu Fujii, que pasaba una página del periódico en el porche de su clínica privada. Con la señora Hatsuyo Nakamura, que con una taza de té en la mano miraba por la ventana a su vecino trabajando en el jardín. Habla con el jesuita alemán Wilheim Kleinsorge, recostado en la cama leyendo una revista cuando se produce la explosión. Con el doctor Terefumi Sasaki, que caminaba por el pasillo del hospital de la Cruz Roja. Y con el reverendo Kiyoshi Tanimoto, que descargaba una carretilla en uno de los suburbios occidentales de la ciudad. Además de estos testimonios, oye también otras historias. Por ejemplo, la de un pintor subido a una escalera que se convertirá en símbolo perpetuado como monumento bajorrelieve en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura.
Si bien el tema daba para noquear emocionalmente a cualquier lector, Hersey realiza un reportaje en el que economiza radicalmente las adjetivaciones, las lecciones morales y su propia presencia como narrador. No obstante, su estilo es una batalla permanente contra la abstracción. De hecho, no se separa un centímetro de lo que los personajes saben o creen saber a cada momento: rumores sobre un avión que había rociado de gasolina la ciudad y luego, de alguna forma, le había prendido fuego; una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión… Hersey reconstruye los movimientos de esas seis personas utilizando una perspectiva que le permite vivir los acontecimientos desde el punto de vista de un personaje sin abandonar el discurso de narrador: “Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas, trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó ningún ruido. Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu, en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a 32 kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí”.
Según Hersey, el periodismo permite al lector ser testigo de la historia y la narrativa le da la oportunidad de vivirla. De la fusión de ambos surge ese periodismo narrativo que compagina el deber ético de no inventar con la narración de hechos reales utilizando herramientas propias de la ficción: “El periodista no debe inventar. Cualquier periodista conoce la diferencia entre la distorsión que viene de restar los datos observados y la que viene de inventar datos. En el momento en que el lector sospecha adicciones, la tierra comienza a temblar bajo sus pies, porque es aterrador el hecho de que no haya manera de saber lo que es verdadero y lo que no lo es”.
John Hersey, el escritor de lo inmediato. Escribe en 1942 un libro sobre el general MacArthur y en 1943 un reportaje sobre la batalla de Guadalcanal. Su primera novela, A Bell for Adano, trata sobre la ocupación de un pequeño pueblo italiano durante la Segunda Guerra Mundial y recibe el Pulitzer en 1944, cuando la guerra todavía no había terminado. En 1950 publica The Wall, su segunda novela, cuya trama gira alrededor del gheto de Varsovia. Hersey cita a Orwell, a Stephen Crane y a Daniel Defoe como sus referentes. Entonces ya se le conoce como ese corresponsal de guerra que utiliza palabras duras, frases cortas, cuadradas y declarativas para asumir la perspectiva de las víctimas.
En Historia natural de la destrucción, W.G.Sebald se hace eco de los apuntes que toma Kenzaduro Oe sobre Hiroshima en 1965: “Es imposible sondear en los abismos de traumatización de aquellos que proceden de los epicentros de las catástrofes”. Y anota Hersey: “El señor Tanimoto, temiendo por su familia y por su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta, la autopista Koi. Era la única persona que entraba en la ciudad. Se cruzó con centenares que huían en dirección contraria y cada uno de ellos parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían los ojos quemados y la piel les colgaba de la cara y de los brazos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados, como si cargaran algo en ambas manos. Muchos iban vomitando. La mayoría, desnudos o en harapos. Sobre alguno de esos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones, tiras de ropa interior, y sobre la piel de algunas mujeres, puesto que el color blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía, se veían las formas de las flores de sus kimonos. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente en silencio, sin expresión alguna en el rostro”.
Toda esa gente, ante el infierno que les toca vivir y las secuelas que se desarrollarán, como la radiotoxemia, al leucemia, las malformaciones de los fetos, el cáncer, no pueden considerar todo eso obra de unos seres humanos resentidos, sea el piloto del Enola Gay, el presidente de EEUU, los científicos que construyeron la bomba o incluso los militares japoneses que involucraron al país en una guerra. Lo que les ha ocurrido trasciende su entendimiento humano y la bomba les parece casi un desastre natural, un desastre que es simplemente consecuencia de la mala suerte, parte de un destino que debe ser aceptado. Y como desastre natural, capaz de generar el milagro más desatinado, porque el verdor se levantaba incluso desde los cimientos de las casas en ruinas. La bomba no solo había dejado intactos los órganos subterráneos de las plantas; los había estimulado.
Hiroshima se publicó en un número monográfico de la revista The New Yorker el 31 de agosto de 1946, un año después de los acontecimientos que narra. La edición se agotó en cuestión de horas y se convirtió en un texto de referencia del periodismo de investigación. La edición española de Hiroshima ha sido traducida por Juan Gabriel Vásquez y publicada bajo el sello de Turner hace veinte años, en 2002.
En los libros de Sergio Chejfec se camina mucho. Los personajes se predisponen a la caminata con la expectativa que genera un viaje. El recorrido produce un ecosistema mental sustentado por la diversidad de una rumia de cambios espaciales a velocidad humana. Sus personajes son rumiantes cerebrales que encuentran en la velocidad que imprimen las dos piernas el ritmo adecuado para avanzar en sus pensamientos. El espacio adquiere el protagonismo que otros autores otorgan al tiempo.
De ahí me parece que procede el modo especulativo de libros como Teoría del ascensor (2016), Modo linterna (2015), Baroni: un viaje (2010) o Mis dos mundos (2008). Esa especulación le permite al autor trabajar la tenue frontera que separa la realidad de la ficción de un modo muy peculiar. Incluso estaría por definir un género que abarcara su escritura, algo que Jiménez Morato ha postulado como escritura de «no no-ficción».
De entrada, como escritor, Sergio Chejfec es otra cosa que, efectivamente, resulta más fácil definir diciendo lo que no hace. Tampoco es que se ponga en el lugar de un emisor de ficción, por decirlo así. Su recurso es introducir la idea de ficción o el valor de lo real dentro del desarrollo del relato como si ambos fueran elementos interiores que dependen de su desarrollo. Tampoco parece que esto obedezca a un plan, simplemente es como se termina dando.
5 participa de estas premisas para dar un paso adelante. En marzo de 1995, Chejfec residió temporalmente en una ciudad pequeña, silenciosa, plana, indiferente, abierta a un estuario. Ese espacio le señala como anónimo y en él, por ese motivo, se ve en condiciones de tratar de imaginar alguna verdad, pero no una verdad como encadenamiento de hechos, una verdad que hable de una sucesión, sino como un estatuto sentimental. Mejor lo dice él:: «Uno se quedaba perplejo ante la pobreza natural. La única profusión era la del silencio. Pensé entonces que habitantes de un lugar así sólo podrían ser sobrevivientes literarios de la última utopía individual de nuestras letras, la que vio en el interior espiritual − sentimental, moral − el pliegue más profundo del mundo». Chejfec se instala en la ciudad como invitado de una residencia que acoge a un escritor de manera individual durante ocho semanas con la única consigna temática de considerar la ciudad o alrededores como tema de sus libros o, al menos, que su acotado mundo circundante apareciese de manera indirecta. Este libro, titulado enigmáticamente con una cifra, incluye en su primera parte el relato escrito por Chejfec para la ocasión, titulado Cinco (con letra), un texto de tono errático en el que el narrador encuentra un cuaderno y comenta las anotaciones hechas por el autor en su deriva por esa misma ciudad. Hay en esas notas un tono contenido que bordea la confesión y recurre al apócrifo «como una manera de enaltecer sin gravedad lo cierto, aquello que de ser expresado libre de camuflaje estaría más cerca de la impostura que de la sinceridad».
Durante mucho tiempo, Chejfec pensó que había escrito ese relato con la única intención de reescribirlo cuando se lo propusiera. Pero con el paso del tiempo, el original se fue volviendo definitivo, «cristalizado en su circunstancia». Por tanto, más que reescribirlo, se propone una explicación, un texto que no explique exactamente, de hecho no se refiere de forma explícita al relato escrito en ningún caso, sino que subraye los puntos de origen de esa historia inconclusa en su propio contexto. Una intervención explicativa como forma paralela a la ficción. Ahí es donde se produce el deslizamiento de Cinco a 5, en la inclusión de la «Nota», cuya extensión ocupa más de la mitad del volumen. Ese deslizamiento lo provoca un matiz de la perspectiva, un soplo de aire sobre la narración de su estancia que la deja perfilada como una modesta y atenta disposición comunicativa. La apertura del volumen se ilustra con tres fotografías tomadas desde el balcón de su apartamento en el ático del edificio de la residencia, imágenes que irradian una especie de indecisión, de «presencia pensativa» en sí mismas.
En dicha «Nota», comienza narrando la secuencia de su salida de la residencia acompañado por el director y la esposa de este. Una narración que se orienta hacia atrás, haciendo uso de la memoria para especular acerca de las condiciones inestables de todo «interinato», acerca de su propia condición de escritor, de las relaciones mantenidas durante la estancia con el director, con un chófer de autobús y con los parroquianos de un café llamado «Las cinco Letras». El paisaje nocturno del estuario y de un esquemático puerto se convierten en su compañía más habitual: «Dedicaba pensamientos a ese panorama como si se tratara de un escenario viviente». La promesa de navegación de un transatlántico construido en el astillero promueve en su ánimo una idea de la escritura como singladura discursiva que va tomando cuerpo en su forma de estar en la ciudad, en su carácter de provisionalidad, hasta el punto de marcar un antes y un después en sus libros. Primero, porque se pliega al engranaje de escritor visitante y luego, cuando ha pasado el tiempo y la residencia ha quedado atrás y representa un punto acotado en el pasado, porque ese mecanismo de acontecimientos laterales que pasan desapercibidos, de sub-acciones combinadas en el que ha vivido provisionalmente, se instala de forma permanente en sus hábitos y en su voluntad. No hay interés en los recuerdos como hechos en sí, para ser recordados, sino que le interesan, más bien, como experiencia de pensamiento. Los libros posteriores de Chejfec son por ello una especie de navegación narrativa, se van desarrollando de forma reflexiva sobre la propia realidad narrada. Algo así como una narrativa flotante. Pero tampoco estoy muy seguro.
Arthur Daane, el narrador de la novela El día de todas las almas de Cees Nooteboom, se pasea con su cámara por Berlín en busca de un signo. Podría ser una huella en la nieve, una flor moviéndose, una pequeña rama que alguien ha soplado. Indicios, cosas a las que nadie presta atención pero que están ahí. Residuos que permanecen. De modo similar, Agustín Fernández Mallose revela en Teoría general de la basura como un adicto a la periferia de las cosas. Parte siempre de su experiencia personal para otorgar plenitud teórica tanto a la cultura contemporánea como a su labor creativa iniciada hace más de una década con el proyecto Nocilla.
Teoría general de la basura aborda dicho análisis evitando cualquier planteamiento sistemático. Todo comienza con una imagen plasmada en la portada del libro. El ramo de flores pintado porHenri Fantin-Latour a finales del siglo XIX es reutilizado en la portada del disco Power, Corruption and Lies del grupo británico New Orderinsertando en su extremo superior derecho una serie de cuadrados de colores. Esos patrones de «pruebas de color» son el recuerdo que tiene Mallo de haber pensado por primera vez que algo parecido a un residuo, a un trozo de basura (algo que, en cualquier caso, «no debería estar ahí»), era introducido en una obra original para, sin perder su esencia, transformarla y dar lugar a una obra nueva. Partiendo de esa idea, Mallo sugiere en primera persona vías de pensamiento sobre la cultura contemporánea que se entrecruzan desde dos tesis fundamentales
Por un lado, el sambenito crítico que le considera desde sus inicios como el adalid de la literatura fragmentada queda desmontado mediante una nueva óptica sobre el discurso de la fragmentación de eso a lo que llamamos realidad. Mallo entiende que la realidad no ha estado, ni está, ni estará nunca fragmentada, sino organizada en red, conformando una colectividad de resultados e ideas conectadas. El mundo posmoderno, por tanto, no es un mundo donde la unidad de lo real se haya fragmentado, sino un mundo en el que lo múltiple aparece de manera espontánea en forma de red. Se trata de un «arrastre» de lo que hubo y lo que hay hacia un espacio «borroso» en el que las cosas pierden su territorio específico. Desde esta óptica, el tiempo no es algo que avanza según una recta, supone, por el contrario, un entrelazamiento de capas de momentos históricos que en ese apilamiento se van cediendo materiales las unas a las otras por una especie de ósmosis. Residuos que dan lugar a un tiempo extenso, «topológico», que busca asociaciones entre objetos, ideas o entes que se dan simultáneamente. Cada punto de la Historia es una superposición de toda la Historia, una red en la que pasado, presente y futuro también suceden de modo sincrónico, todos al mismo tiempo, anudándose en una simultaneidad temporal.
La segunda tesis que recorre transversalmente el libro parte de este nuevo orden para hacer referencia a una nueva identidad del creador en esta «realidad aumentada» en la que cada generación, cada movimiento estético o cada cosmovisión del pasado ha ido dejando sus residuos. Desde esta dimensión, la humanidad no crea a partir de la excelencia, sea en el arte o en la ciencia, sino utilizando la basura que deja el pasado, los residuos que, sin pretenderlo, fueron dejando artistas, científicos y creadores a lo largo del tiempo. Cita a Heráclito cuando dice que «el mundo más bello es la basura esparcida al azar» para referirse a esos residuos materiales o simbólicos que, sin orden ni taxonomía, se amontonan ante nuestros ojos y pasan en este tiempo topológico a ser considerados como residuos complejos, coherentemente conectados en múltiples redes, culturalmente aprovechables de otro modo. Mallo rastrea cuánto hay de complejidad en los productos culturales actuales en tanto que residuos activos (con sugerentes ejemplos muy bien traídos) y denomina «realismo complejo» a esas nuevas ligaduras que no suelen darse en un plano temporal y que suponen una reorganización, espontánea o no, que genera nuevos objetos y nuevos objetivos. Los intentos de reunificar todo esto forma parte de la nostalgia de algo que, a su vez, también era mera ilusión, una mentira consoladora, a saber, la existencia de una temporalidad más o menos lineal.
Desde esta nueva perspectiva creadora, el «yo» tampoco cuenta con un centro fijo. El artista contemporáneo se arma de una identidad que nada tiene que ver necesariamente con la de sus orígenes geográficos, típicamente unidos al tiempo, al lenguaje y a la tradición de un lugar. Una identidad, en cambio, que se revela como nomadismo estético, producto de todos los tránsitos que realiza de espacio en espacio en una combinación de redes digitales y analógicas. Un nomadismo que, en vez de raíces, genera adherencias que conforman su propia identidad como un espacio de relaciones desde el que poder construir mediante correspondencias que antes no existían. Introducir desvíos. Esa es la prueba de color. Pensar es, en definitiva, construir correspondencias.
Olga Tokarczuk nació el 29 de enero de 1962 en un municipio de unos 20.000 habitantes en el oeste de Polonia. Graduada en Psicología por la Universidad de Varsovia, trabajó durante años en una clínica de salud mental al sudeste del país y vivió en un pequeño pueblo en el valle de Klodzho, lugar en el que ambientó sus primeros libros. Luego viajó por todo el mundo realizando diversos trabajos ocasionales. En cuanto juntaba algo de dinero, se ponía otra vez en camino. Trabajaba como limpiadora en Londres cuando la publicación de Un lugar llamado antaño (Lumen, 2001) empieza a tener cierta resonancia.
Una tarde otoñal de 2019 iba conduciendo por una autopista alemana cuando sonó el móvil dentro de su bolso en el asiento del copiloto. Se paró en el arcén y contestó a un inquietante número privado. Al finalizar la conversación, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero su vida dio un vuelco. Se quedó aturdida, sin palabras. Sintiendo como un vacío, un vértigo. Se quitó el cinturón de seguridad, salió al arcén y encendió un cigarrillo. Le acababan de conceder el Premio Nobel de Literatura. Mientras apuraba el cigarrillo y se aguantaba el frío, pensó en otra escritora polaca, Wislawa Szymborska, Premio Nobel en 1996, y en su nombre asociado al suyo.
Hace tiempo ya que Olga Tokarczuk es una de las escritoras de referencia para la juventud polaca, por su literatura y por su compromiso con el feminismo y el medio ambiente. Comenta Agata Orzeszek, su traductora al español, que si subes a un tranvía en Varsovia y ves a un chico o a una chica leyendo concentrados un libro, seguro que es de ella. Con todo, recibir el Nobel 2018 con un año de retraso y tener por delante el rescate mediático del posicionamiento personal de Peter Handke en la guerra de los Balcanes ha convertido a Olga Tokarczuk en una especie de finalista. Nada más injusto para ambos, que tanto tienen en común, alrededor de un Nobel que llega con un año de retraso a la sombra de otro que se juzga políticamente sin apenas abrir sus libros.
Los errantes, edición original de 2007, que obtuvo en su traducción al inglés el Booker en 2018, novela construida una vez más con «formas cortas» que acaban formando un todo, es una buena muestra de que a Olga Tokarczuk no le interesan los acontecimientos repetibles. En cambio, sí le interesa todo aquello que, por una u otra razón, se ha quedado a medio camino en su desarrollo o que, por el contrario, ha excedido los límites de lo previsto. Todo lo que se aparta de la norma, formas que descuidan la simetría, porque tiene la convicción de que es precisamente ahí donde el verdadero ser sale a la superficie y revela su naturaleza. Son precisamente los errores y los accidentes de la creación lo que busca en sus viajes. Y lo hace de lado, viaja manteniéndose en los márgenes, porque el mundo se ve tan solo en fragmentos y no habrá otro. Instantes, migajas, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en pedazos.
Olga Tokarczuk se considera discípula de Carl Jung al retomar el concepto del «inconsciente colectivo» como una especie de patria común y desconocida en la que los mitos, cuentos y leyendas antiguas funcionan como arquetipos de la expresión instintiva de la especie humana. La escritora polaca incluye en esa patria común los textos que pueda generar la fantasía contemporánea, pues pertenecen a la estructura heredada de nuestra psicología y son órganos de percepción psíquica cruciales para el desarrollo espiritual. Al igual que para Jung la sabiduría consiste en armonizar lo consciente y lo inconsciente, ella compone sus libros desde un lenguaje híbrido que se alimenta de varias fuentes, combina mitos con hechos reales, baraja símbolos, ensaya alegorías religiosas y levanta con todo ello una polifonía precisa y clara. La propia autora se refiere a «Los errantes» como novela constelación integrada por relatos sueltos, reales y ficticios, anotaciones cortas, entradas de un diario de viaje, apuntes hechos en servilletas de cafeterías de aeropuerto y citas de libros.
Estar siempre en movimiento, cortar lazos de pertenencia y transitar lo fronterizo son las señas de identidad de sus personajes. Pero el sentido profundo de ese peregrinaje no es solo individual. Además de deconstruir una identidad que gravite sobre las raíces, el origen y el territorio, tiene un alcance metafísico, porque la única existencia posible digna de ese nombre, según la autora, es la de nómada: «Por algún lugar entre Bélgica y Holanda, no sé exactamente en qué país estoy, pues la frontera se ha difuminado por falta de uso. Se ha borrado por completo». Descubrir a Olga Tokarczuk en estos tiempos que corren es un buen antídoto contra toda deriva nacionalista.
«Es muy difícil apartar la vista de los delanteros y del balón para mirar al portero – dijo Bloch – Se tiene uno que desprender del balón, es una cosa completamente forzada. En lugar del balón, se ve cómo el portero, con las manos apoyadas en los muslos, corre hacia delante, hacia atrás, se inclina a derecha e izquierda y grita a los defensas. Normalmente la gente se fija en él solamente cuando ya han lanzado la pelota hacia la portería».
El miedo del portero ante el penalty, Peter Handke
Argel, 1914. Barrio obrero de Belcourt, bañado por el mar. Una señora mayor, su hija con un bebé en los brazos y un niño que ya corre, abren y cierran todas las puertas de un apartamento en la calle Lyon. Acaban de mudarse. El apartamento ocupa un solo piso y las escaleras están a oscuras. El padre de los niños, Lucien Camus, ha muerto unas semanas antes en una de las primeras batallas de la guerra. El bebé cumple un año y se llama Albert. Acaba de llegar a su lugar en el mundo: «Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día límpido. Aguardo pacientemente, pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La gente me ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes, aplaudo como todo el mundo, estrecho las manos de los conocidos, mas no soy yo quien habla. […] se me exige que diga quién soy. Nada todavía, nada todavía…».
Nadie a su alrededor sabe leer. No es en Marx, sino en la miseria donde toma conciencia de la libertad. Ese mundo de pobreza y de luz donde crece y cuyo recuerdo le preservó de dos peligros opuestos que amenazan a todo artista: el resentimiento y la satisfacción. En las noches de verano, bajan sillas y se sientan a contemplar los cafés de enfrente, los vendedores de helados, el estruendo de los niños corriendo. Buscar la felicidad es rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, una fidelidad a los propios límites, amor sereno y consciente por la propia condición. «Lo que somos, lo que tenemos que ser, basta para llenar nuestras vidas y ocupar nuestros esfuerzos. Para el pensamiento griego el cuerpo es forma suprema de naturaleza. A mediodía, cuando el mar vuelve a caer en sí mismo y hace silbar el silencio.»
Albert Camus realiza sus estudios primarios entre 1918 y 1923. Destaca entre sus compañeros, se convierte en un pequeño líder. Louis Germain, el maestro de escuela de Belcourt, descubre en él una inteligencia nada común. Gracias a su ayuda y a una beca por su condición de huérfano de guerra, continuará sus estudios de bachillerato. El alumno no olvidará la actitud de su maestro y le dedicará el discurso de su premio Nobel en 1957.
El Bachillerato supone el descubrimiento de un nuevo mundo lejos de la miseria. Juega al fútbol, practica la natación. Traza cientos de rayas de gol con el pie descalzo en la arena de la playa. Apunta sobriedad, colocación. En el uno contra uno aguanta hasta el último momento. Su nombre circula entre los ojeadores y pocos años después debuta como portero titular del Racing Universitario de Argel. Una posición privilegiada la del guardameta: perspectiva equidistante. Una moral: se aprende a no contar con nada y a considerar el presente como la única cosa que nos sea dada por añadidura. Su nombre se hace habitual a la cabeza de las alineaciones. Marca con los tacos de la bota una raya perpendicular a la línea de gol. Jersey azul, manoplas y calzón de color marrón. Rodilleras blancas. Visera. El sudor cerca de los ojos, pequeños pasos hacia adelante y hacia atrás. Latidos en la sien. Alguna palabra aislada del rugido tras la red.
Según atestigua el periódico deportivo La Rua, en la primera quincena de enero de 1931 aparecieron los primeros síntomas de una tuberculosis que obligará al guardameta del Racing Universitario, Albert Camus, a abandonar su carrera deportiva. Arrastrará la enfermedad el resto de su vida. Un tío suyo, Gustave Acault, carnicero con inquietudes intelectuales, le acoge en su casa y le estimula en la lectura. También Jean Grenier, su profesor de filosofía recién llegado de París y colaborador de Gallimard. En el comienzo del curso 1932-1933, el exguardameta compone sus primeros versos y los reúne bajo el título Intuiciones. Colabora también en la revista Sud con una serie de artículos sobre Bergson. Su propósito es licenciarse en filosofía. «Lo cierto es que, después de estudiarme mucho, logré descubrir la duplicidad profunda de la criatura humana. Comprendí entonces, a fuerza de hurgar en mi memoria, que la modestia me ayudaba a brillar; la humildad, a vencer, y la virtud, a oprimir. Hacía la guerra por medios pacíficos y obtenía, gracias al desinterés, todo lo que deseaba.» La duración de Bergson: el tiempo real es el tiempo de la conciencia. Así experimenta Peter Handke la duración:
«Y pude entonces explicar con palabras el sentimiento de la duración
como un acontecimiento que consiste en estar atento,
un acontecimiento que consiste en ser abrazado,
un acontecimiento que consiste en ser atrapado;
¿atrapado por qué?, por su sol suplementario,
por un viento refrescante,
por un acorde silencioso, dulce,
que afina y pone de acuerdo todas las disonancias».
Peinado hacia atrás con agua, subido el cuello de la gabardina, una colilla pegada a los labios. Albert Camus estudia en la pantalla el dandismo de Humphrey Bogart. La estética de la singularidad y de la negación: El dandy es por definición un oponente. Sólo se mantiene en el desafío. Su vocación está en la singularidad; su perfeccionamiento, en la puja. Siempre en ruptura, al margen, obliga a los otros a crearlo, negando sus valores. Juega su vida por no poder vivirla. De ese gesto nace una toma de conciencia, la percepción de que hay algo en el hombre con lo que puede identificarse al menos por un tiempo. A través de la revista «Ikdam» y el grupo del mismo nombre, Camus entra en contacto con la causa musulmana que exige una igualdad de derechos con los colonos franceses de Argel. La salvación del hombre mediante la acción, mediante la voluntad. Descubre a Shopenhauer y la filosofía vitalista de Nietzsche: En medio del más negro nihilismo, sólo busqué razones que permitieran superarlo. Y no hice esto por los demás, por virtud ni por rara elevación del alma, sino por una fidelidad instintiva a una luz en la que nací y en la cual, desde hace millones de años, los hombres aprendieron a celebrar la vida hasta el sufrimiento.
«Este año ha nevado en Argel. No ocurría desde hace veinte años […] Tras la llamada del muecín, se dejan oír en el frío glacial voces de mujeres y,a veces, estalla una risa en el gris del amanecer. Hassiba tiene 45 años y el vientre fatigado de haber parido cinco hijos, el mayor de los cuales murió abatido por una ráfaga de balas hace tres años, cuando tenía 22, justo a la entrada del callejón que conduce a la casita en ruinas donde viven […] Abandonada por su marido, que ni siquiera se molestó en divorciarse antes de emigrar a un país del Golfo, hace 15 años que Hassiba trabaja como limpiadora para ganarse la vida y mantener a sus cuatro hijos. Tiene un contrato a jornada completa en una empresa del Estado, pero trabaja además en una compañía privada para completar sus magros ingresos. Esta mujer, tan delgada, con un rostro dominado por unos ojos negros faltos de sueño, es la que acaba de reírse mientras lanzaba una bola de nieve a una de sus amigas» (EL PAÍS, 28-03-1999)
Al entrar en contacto con la causa musulmana, madura en Camus un personal concepto de lo mediterráneo que fluirá a lo largo de toda su obra. La naturaleza abundante, el mar y el sol argelinos. La luz mediterránea desde el concepto africano del esclavo, no desde el concepto latino del amo: La rebelión va acompañada de la idea de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. En esto es en lo que el esclavo rebelado dice al mismo tiempo sí y no. Afirma, al mismo tiempo que la frontera, todo lo que sospecha y quiere preservar a este lado de la frontera. demuestra, con obstinación, que hay algo en él que vale la pena, que exige vigilancia. De cierta manera opone al orden que le oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir.
Se resiste a militar en ningún partido. Como un insecto ante la amenaza, permanece impasible a la militancia política de sus compañeros y amigos, afiliados progresivamente al Partido Comunista. Sin embargo, el guardameta se mueve decididamente hacia la izquierda y se le asigna la responsabilidad de la célula comunista de Belcourt. Jean Grenier le advierte, sin resultado, de los peligros que entraña su adhesión al partido. Cuestiona su dogmatismo. Camus es un hombre de voluntad que quiere actuar en coherencia con su pensamiento, pero la salud no le deja avanzar. Logra un empleo en la prefectura de Argel que tiene que abandonar al poco tiempo. No compensa que se libre del servicio militar. Se casa con Simone Hié.
Prácticamente en secreto, Albert Camus se afilia en 1935 al Partido Comunista de Argel. Entra con mal pie, porque al mismo tiempo se hace patente la adicción de Simone a las drogas. Deciden separarse una temporada. Simone, con un pañuelo cubriendo su cabello y gafas oscuras, descansa en las Baleares. Camus empieza a redactar sus carnets. Se siente liberado, más ligero. Recupera el ánimo y emprende, dentro de la agenda cultural del partido, un programa de educación de adultos que completa con un cinefórum. Estimulado por el descubrimiento de las posibilidades expresivas del teatro, funda un grupo teatral con sus amigos, «Le Théâtre du Travail». Más allá de cualquier intención política, prevalece en él un interés educativo. Redacta un manifiesto para fijar intenciones: «Este teatro tiene conciencia del valor artístico propio de toda literatura de masas, quiere demostrar que el arte puede ganar algunas veces al salir de su torre de marfil y cree que el sentido de la belleza es inseparable de cierto sentido de la humanidad. Estas ideas no son nada originales… su esfuerzo consiste en restituir algunos valores humanos y no en aportar nuevos temas de pensamiento».
Su activismo político tiene hambre de lo que sucede en Europa. Señala con círculo rojo un punto en el norte de España y, tras documentarse, escribe en colaboración un drama titulado Revolución en Asturias. Se encarga de la puesta en escena y de la escritura del coro final hablado. La obra no puede ser representada, el alcalde de Argel lo prohíbe. Se le pasa por la cabeza organizar un mitin de protesta, pero un amigo suyo editor decide publicarla en mayo de 1936. La primera tirada se vendió en apenas dos semanas.
Camus redacta su tesis universitaria intentando establecer relaciones entre el cristianismo y el pensamiento helénico. San Agustín y Plotino. Obtenida la licenciatura, podría acceder a una cátedra, pero su salud le impide avanzar de nuevo. Alquila una casa y vive en ella con sus amigos. Una comuna en el alto de Sidi Brahim, un lugar desde el que se ve la ciudad, la bahía, el puerto y las montañas. La casa-ante-el-mundo, que dará lugar al escenario de su primera novela, La muerte feliz. El protagonista se llama Meursault y su propósito es ser feliz, una felicidad que consista en la experimentación de la vida en estado puro. Fundirse con la naturaleza como medio para encontrarse a sí mismo. Mar y sol, Meursault. El hombre natural, desnudo de toda máscara. En los primeros capítulos muestra la otra cara de la moneda: la banalidad cotidiana del trabajo rutinario en una oficina, la comida diaria en un bar, las relaciones amorosas con una compañera de trabajo. Luego, la ruptura. La rebelión. Ver y estar. Sentir los propios lazos con una tierra, el amor a un grupo de amigos, saber que hay siempre un lugar en que el corazón experimenta su armonía. La novela no pasará de un primer borrador, pero desembocará más adelante en El extranjero.
Ives Bourgeois le propone un viaje por Europa en 1936. Acepta porque la situación no es alentadora, sabe que la guerra en España ha arrancado precisamente desde Marruecos. Pero el azar, como ese balón envenenado que entre un barullo de piernas llega a las manos del guardameta inmóvil, lleva hasta las suyas una carta dirigida a Simone. Se entera de la doble vida que lleva su mujer para obtener la dosis necesaria. El viaje se echa a perder. Recibe un golpe anímico que le hace sentirse insignificante, su amor por la verdad ha sido humillado. Deja constancia de ello en el relato «La muerte del alma» y en algunos pasajes de La muerte feliz. Decide separarse definitivamente de Simone e inicia una dura travesía interior cuyo oasis será el triunfo electoral del Frente Popular en Francia. Las repercusiones en Argelia le serán muy favorables al ser nombrado secretario general de la recién creada Casa de Cultura de Argel. Presenta un programa ambicioso: una sección de prensa con tareas de publicidad, otra dedicada a espectáculos populares, conciertos de música argelina, exposiciones e incluso un laboratorio de investigación científica. Pretende hacer de Argel la capital intelectual del mundo mediterráneo. Con la defensa de la identidad mediterránea de Argelia pretende oponerse al regionalismo fascista del momento e iniciar una lucha a favor de una población cuyas libertades no son respetadas. El Partido Comunista apoya a los musulmanes como parte integrante del proletariado francés, pero su política adquiere progresivamente un giro colonialista ante el temor de la aparición de un movimiento nacionalista radical. Le sugieren a Camus que revise sus posiciones y se resiste. Le expulsan del partido en noviembre de 1937. Se cierra la Casa de Cultura de Argel como consecuencia más inmediata. El difícil equilibrio de la concesión en el amor y en la guerra.
Sigue al frente de su grupo de teatro, que pasará a llamarse, tras la expulsión del partido, «Théâtre de l’Équipe». Dirige, escribe y actúa. En el verano del 38 concluye Calígula y los textos que integran Bodas. Camus conoce a Pascal Pia, que le abrirá las puertas del periodismo. Pia es el redactor jefe del Alger Républicain, un nuevo diario de tendencia izquierdista. Un local improvisado con una vieja rotativa y una docena de linotipias. Camus empieza como reportero y poco a poco acabará por encargarse de los editoriales, la crónica negra y reseñas literarias. Es el primero en escribir sobre La náusea, de su amigo Jean-Paul Sartre. Realiza una comprometida labor de investigación sobre problemas políticos y sociales. Desde las páginas del periódico, insiste con ejemplos concretos en los puntos débiles de la justicia. Sus famosos reportajes sobre la región de Cabilia. Denuncia la situación de una región superpoblada, confiscada por los colonos franceses y obligada a importar trigo que no podía pagar. A partir de esa experiencia, se toma el periodismo como plataforma desde la que luchar por los más desfavorecidos. Una escuela de aprendizaje en la que forja un estilo. La asistencia a múltiples juicios le permite constatar el mecanismo de la justicia, algo de lo que echará mano en El extranjero: «Siempre seré un extranjero para mí mismo… extranjero ante mí mismo y ante el mundo».
Pese a los esfuerzos de Camus, el periódico sufre la crisis prebélica y cierra a finales de 1939. La guerra le sorprende en Argel. Su actitud moral es la del pacifista, pero, hombre de voluntad, su compromiso ético con los demás le empuja a enrolarse. Una vez más, su salud se lo impide y será rechazado. Busca desesperadamente un empleo y lo consigue de nuevo por mediación de Pia. Esta vez tiene que trasladarse a Francia para incorporarse al Paris-Soir, diario sensacionalista del que será secretario. No se acostumbra, pero en París logra acelerar los trámites del divorcio. «Proyecto de una novela: uno de los secretos de B. es que jamás pudo aceptar ni soportar, ni simplemente olvidar, la enfermedad y la muerte. De ahí su distracción profunda. Se agota ya solo con vivir igual que los demás, simulando la poca despreocupación e inocencia que se requieren para seguir viviendo. Pero en el fondo de sí misma, jamás olvida. Ni siquiera posee la suficiente inocencia para el pecado. La vida para ella no es más que el tiempo, que es enfermedad y muerte. Ella no acepta el tiempo. Se empeña en un combate perdido de antemano. Cuando cede, hela aquí a la deriva, con un rostro de ahogada. No es de este mundo porque lo rechaza con todo su ser. Todo parte de ahí.»
Una vez conseguido el divorcio, se casa con Francine Faure, profesora de matemáticas en Argel. Contigo pan y cebolla, ese es el lema. Su matrimonio vuelve a coincidir con penurias económicas, ya que una reducción de plantilla en el Paris-Soir le deja de nuevo en la calle. Decide entonces regresar a Argelia y se instala en Orán. Se dedica a impartir clases en una escuela privada y ayuda a huir a numerosos judíos pese a la estrecha vigilancia de las autoridades argelinas sobre su persona. Siente a la vez atracción y repulsa hacia Orán: «Con frecuencia he oído a los oraneses quejarse de su ciudad: No hay ambiente interesante. ¡Ah, diablos, no lo querrían! Algunas buenas personas han intentado aclimatar en este desierto las costumbres de otro mundo, fieles al principio de que no se puede servir al arte o a las ideas sin ser varios. El resultado es tal que los únicos ambientes simpáticos siguen siendo los de los jugadores de póquer, aficionados al boxeo, jugadores de bochas y sociedades regionales. Allí, por lo menos, reina la naturalidad. Existe cierta grandeza a la que no le sienta la elevación. Es infecunda por esencia. Y los que desean encontrarla dejan los ambientes para bajar a la calle».
En 1941 Camus termina El mito de Sísifo, ensayo que simboliza lo absurdo de la existencia humana. Un absurdo que, ante la impotencia, podría llevar a la idea de suicidio. Pero, como en el caso del mito, el despertar de la conciencia supera la inclinación suicida. Sísifo es consciente de su propia condena y la acepta. Imagina un Sísifo feliz por esa razón. Una afirmación de la vida individual en sí y por sí misma, deseable justamente por absurda, sin sentido último ni justificación. El hombre absurdo es por tanto quien en la aceptación lúcida de su absurda existencia es capaz de amar intensamente la vida, disfrutando de cada acto presente sin pensar en el mañana. Meursault nadando en la playa. Hay una metafísica del área pequeña: la verdadera moral no se separa de la lucidez: «Ser puro es encontrar de nuevo esa patria del alma en que se hace sensible el parentesco del mundo, en que los latidos de la sangre se unen a las pulsaciones violentas del sol de las dos de la tarde […] Todo lo que exalta la vida acrecienta al mismo tiempo la absurdidad. En el verano argelino, aprendo que solo una cosa es más trágica que el sufrimiento: la vida de un hombre feliz. Pero puede ser también el camino hacia una vida más grande, ya que lleva a no hacer trampas».
En Turenne, a 140 km de Orán, brota una epidemia de tifus. Camus comienza a escribir La peste. El escenario será la ciudad de Orán. La crítica da dos claves de lectura: la invasión y el totalitarismo nazi o la idea de que no hay que rendirse ante la muerte, como no lo hace el doctor Rieux ante el flagelo de la peste. Solidaridad y compromiso del hombre a favor del hombre. La peste tiene un sentido social y un sentido metafísico. Es exactamente el mismo. Esta ambigüedad es también la de El extranjero.
En el verano del 42, Francine y Camus realizan un viaje por Francia. Desde Lyon llegan a Le Chambon-sur-Lignon, en Auvernia. Se instalan allí, pero a finales de verano, Francine tiene que regresar a Orán por motivos de trabajo. Camus decide quedarse un poco más en Francia y el desembarco de los aliados en el norte de África le impedirá regresar a Argelia. No volverá a ver a Francine hasta la Liberación. Vive en Le Panelier, cerca de Chambon, y entra en contacto con grupos organizados de la Resistencia. Colabora en el periódico Combat y escribe artículos para revistas clandestinas, entre ellos, Cartas a un amigo alemán: «Jamás he creído en el poder de la verdad por sí misma. Pero ya es mucho que, a igual energía, la verdad triunfe sobre la mentira. Ese difícil equilibrio es lo que hemos logrado, y hoy les combatimos amparados en ese matiz. Me atrevería a decir que luchamos precisamente por matices, pero por unos matices que tienen la importancia del propio hombre. Luchamos por ese matiz que separa el sacrificio de la mística; la energía, de la violencia; la fuerza, de la crueldad; por ese matiz aún más leve que separa lo falso de lo verdadero y al hombre que esperamos, de los cobardes dioses que ustedes soñarán».
Camus se traslada definitivamente a París y consigue trabajo como lector de la editorial Gallimard. Participa cada vez más activamente en el grupo de resistencia Combat y en su periódico clandestino. Se le ve a menudo en el Café de Flore con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, un trío inseparable. También son de la partida Jean Genet, Julien Gracq y Boris Vian. Lluvia fina sobre ese París de la chapa ondulada de los Citroën, las gabardinas, el pitillo calado. La estética del existencialismo. Un año antes Michael Curtiz rodaba Casablanca y en el Café de Rick se cantaba a coro La marsellesa en honor de la Resistencia. Rick y Camus: ¿Se puede vivir sin creer en nada? «La respuesta es afirmativa. Sí, si se hace de la falta de fe un método, si se lleva el nihilismo hasta las últimas consecuencias y si, desembocando entonces en el desierto y confiando en lo que va a venir, se siente con un mismo impulso dolor y alegría.»
Camus introduce a Sartre y a Simone en el grupo de Combat. Se encarga de la puesta en escena del drama de Sartre A puerta cerrada y concluye El malentendido, estrenado en 1944 con un estrepitoso fracaso de público. El 24 de agosto hace mucho calor en París, pero la ciudad es una fiesta. La gente se agolpa en las aceras, se limpia el sudor con el pañuelo, desde los balcones lanzan tiras de confeti. Es el día de la Liberación, desfilan las tropas aliadas. Detrás, llega Francine. No será al principio un reencuentro fácil, ha pasado mucho tiempo y de forma muy distinta para ambos. Las experiencias de Camus, aunque dolorosas en ocasiones, han sido muy enriquecedoras. Ya codirige Combat, que se convierte en uno de los periódicos más populares de Francia gracias a la calidad de sus editoriales. La prensa no es más verdadera por ser revolucionaria. Solo es revolucionaria cuando es verdadera.
El 16 de mayo de 1945 también hace calor en Sétif, pequeña ciudad entre Argel y Constantina, pero aquí la gente corre delante de las tropas francesas. Es el día de la revolución. Camus se presenta en Argel: «No sé si me hago comprender bien. Pero al volver a Argelia tengo la misma sensación que al mirar el rostro de un niño. Y, sin embargo, sé que no todo es puro». Realiza una serie de encuestas cuyos resultados quedarán registrados en las páginas de Combat. Desde esas mismas páginas, hace una llamada al Gobierno francés para que se establezca la democracia en su país. No deja de temer que la conjunción de miseria y represión conduzca al pueblo argelino hacia el resentimiento, la rebelión, el levantamiento: «Para una nación como Francia, existe una forma suprema de renuncia que es la injusticia. En Argelia, esta renuncia precedió a la revuelta árabe y explica el nacimiento de esta, aunque no justifique sus excesos». A través de su labor periodística, hilvana una reflexión política que se alimenta cada vez más de su protesta contra la violencia: «Ya no quedan inocentes en Argelia, salvo aquellos, vengan de donde vengan, que mueren. Cuando el oprimido empuña las armas en nombre de la justicia, da un paso en la tierra de la injusticia». Jean Daniel, con quien Camus compartía despacho en la redacción de L’Express, denunciaba desde las páginas de Le Nouvel Observateur, ya en pleno siglo xxi, la cobertura mediática de los actos violentos, unas veces indiferente, otras, partidista. En su contexto, Camus piensa en las matanzas contra los civiles, sobre las que no cesa de afirmar que ensucian y alienan todas las causas. Se vuelca en la necesidad de conseguir una tregua para negociar la paz, pero esa paz sabe que no será tampoco la del Frente de Liberación Nacional: «Para ser útiles tanto como equitativos, debemos condenar con igual fuerza y sin precauciones lingüísticas el terrorismo aplicado por el fln tanto contra los civiles franceses como, e incluso en mayor proporción, contra los civiles árabes. Este terrorismo es un crimen que no se debe disculpar ni permitir a nadie […] Después de todo, Gandhi ha demostrado que se podía luchar por el pueblo y vencer sin dejar ni un solo día de ser digno. Sea cual sea la causa que se defiende, siempre quedará deshonrada por la masacre ciega de una multitud inocente en la que el asesino sabe con antelación que alcanzará a la mujer y al niño».
A principios de 1946 realiza un viaje por Estados Unidos para pronunciar un ciclo de conferencias en distintas universidades. Es acogido con gran entusiasmo por los estudiantes norteamericanos. Se sorprende, no lo esperaba. De vuelta en París se muestra activo, con ganas de escribir. Concluye La peste y funda la colección L’Espoir para Gallimard.
Llegan noticias sobre la existencia de campos de concentración estalinistas. «El mal que un solo hombre experimenta se convierte en peste colectiva.» En Combat surgen las primeras grietas, síntoma de disensiones ideológicas. Camus empieza a distanciarse ideológicamente de la política de la urss y desconfía ya del valor de la Revolución rusa. La lucha por el predominio y por el poder ha eliminado la utopía. Mantiene el tipo del periódico con una serie de reflexiones morales y políticas que luego reunirá en libro: «Aceptar lo absurdo de todo lo que nos rodea es una etapa, una experiencia necesaria; no debe convertirse en un callejón sin salida. Suscita una rebeldía que puede ser fecunda. Un análisis del concepto de rebeldía podría ayudar a descubrir nociones capaces de devolver a la existencia un sentido relativo».
«Las etapas de una vida no deben convertirse en un callejón sin salida. Hay que saber marcharse. El precio que hay que pagar es caro para quien avanza por principios y lealtades. Lo sabe quien no cede. Los que se encierran en esos callejones, en nombre de los mismos valores, no perdonan. Quien es libre es benévolo.» Camus, quizá espoleado por su enfermedad, pero también por su conciencia, sigue adelante. Para ser, el hombre debe rebelarse. «Me rebelo, luego soy.»Una rebeldía existencial que supone el inicio de sus problemas con Sartre y el deterioro de las relaciones con otros escritores amigos. Viaja por Chile y por Brasil. En Argentina se prohíbe la representación de El malentendido y ni siquiera puede entrar en el país. A la vuelta, su estado de salud es muy delicado. Debe guardar reposo absoluto, pero dedica las mañanas en su casa a la escritura de un nuevo libro, El hombre rebelde.
Albert Camus (Argelia, 1913 – Francia, 1960)
El hombre rebelde se publica en 1951. Desarrolla una reflexión sobre la rebeldía y su modo de manifestarse en el arte. La rebeldía como forma de existir. Parte de una conciencia de lo absurdo que envuelve la existencia del ser y de la esterilidad del mundo. Una conciencia de extranjero. Este sentirse extranjero no es una actitud individual, sino algo que el hombre comparte con el resto de la humanidad. De ahí la rebelión metafísica: el movimiento que impulsa al hombre a levantarse contra su propia condición o contra toda la creación (Caín, Edipo, Prometeo, Baudelaire, Sade, Dostoyevski, Rimbaud, Breton…). Y la rebelión histórica: cuestionar el marxismo, pues toda revolución en la historia tiende hacia el imperialismo y a convertirse en una forma de esclavitud. Las críticas le vendrán tanto de la derecha como de la izquierda. La que más le duele es la de Sartre en Les Temps Modernes. Para Sartre, El hombre rebelde es un libro fallido porque se sitúa fuera del contexto histórico, e insultante porque reprocha a los estalinistas ser prisioneros de la historia. Sartre le advierte a Camus que su individualismo y su rigor ético son ineficaces. Camus contesta días después en las mismas páginas. Reivindica su individualismo, consistente en la búsqueda de la verdad: «Si la verdad me pareciera de derechas, sería de derechas». Sartre le responde a su vez reprochándole no tener en cuenta la lucha de clases y negar la revolución y la historia, dos fuerzas en las que creía firmemente. Camus le reprocha en el siguiente artículo que sacrifique sus convicciones y sus principios a la dudosa eficacia de su alianza con el comunismo, incompatible con esos principios. Le repite su confianza en una sociedad fundamentada en el concepto de solidaridad y de equilibrio de fuerzas, desechando el mito de la historia. Su amistad se rompe definitivamente. Inseparables hace pocos años en la terraza del Café de Flore, en los teatros alternativos, en los muelles del Sena, cruzando en diagonal las calles del viejo París. Camus es considerado despectivamente un artista por los seguidores de Sartre. Empecé a amar el arte con esa pasión violenta que la edad, lejos de disminuir, ha vuelto más y más exclusiva. «Aquella enfermedad añadía otras trabas, y de las más duras, a las mías. Pero favorecía, finalmente, esa libertad de corazón, ese ligero distanciamiento con respecto a los intereses humanos, que siempre me resguardó de la amargura y del resentimiento. Este privilegio, que lo es, desde que vivo en París, bien sé que es regio. Pero lo cierto es que he gozado del mismo sin cortapisas. Como escritor, empecé a vivir rodeado de admiración, lo que, en cierto sentido, es el paraíso terrenal. Como hombre, mis pasiones nunca fueron contra. Siempre fueron destinadas a mejores o mayores que yo.»
Camus sigue adelante con su protesta individual. En 1952 dimite como miembro de la Unesco, al aceptar este organismo la incorporación de la España franquista. En 1955 estalla la guerra de Argelia. Se rebela contra la política colonialista francesa y contra la violencia de los rebeldes árabes.
En 1956 Rusia invade Hungría. Muchos intelectuales europeos abandonan la militancia comunista.
Durante estos años vuelve el gusanillo del teatro. El barroquismo de Calderón o, tras una intensa correspondencia con Faulkner, la traducción y adaptación de Réquiem por una monja. Escribe La caída, una novela pensada como examen de conciencia. Publica los seis relatos de El exilio y el reino, seis mundos habitados por gente doble, que está aquí y está en otra parte.
«A veces yo simulaba tomarme la vida en serio. Pero bien pronto se me manifestaba la frivolidad de la seriedad misma, y entonces continuaba solamente desempeñando mi papel lo mejor que podía. Representaba el papel de la eficacia, de la inteligencia, de la virtud, del civismo, de la indignación, de la indulgencia, de la solidaridad, de la ejemplaridad… basta, no sigo. Ya habrá comprendido que yo era como mis holandeses, que están ahí sin estar: ya estaba ausente en el momento en que ocupaba más sitio. Solo fui verdaderamente sincero y entusiasta en la época en que practicaba deportes, y también en el regimiento, cuando actuaba en las obras que representábamos por puro placer. En los dos casos había una regla del juego, regla que no era seria, y que uno se divertía en tomar por tal. Aún ahora, el estadio abarrotado en los partidos de los domingos, y el teatro, que siempre he amado con una pasión sin igual, son los únicos lugares en que me siento inocente.»
Sonaban Pasternak y Beckett, pero como el guardameta que emprende una carrera en el tiempo añadido y surge de improviso en el área contraria para rematar de cabeza, el 17 de octubre de 1957 le conceden el Premio Nobel de Literatura a Albert Camus. Causa sorpresa y no faltan los comentarios negativos de quienes consideran su obra acabada. Camus presenta en Estocolmo y luego en Upsala dos discursos que se publicarán al año siguiente. Con el dinero del Nobel se compra una casa en Lourmarin, Provenza. Y viaja por Grecia a pesar de su resentida salud. «Dejo el barco por la mañana temprano y voy a bañarme a la playa de Rodas, a veinte minutos de allí, yo solo. El agua es clara, suave. El sol, al comienzo de su carrera, calienta sin quemar. Instantes deliciosos que me recuerdan aquellas mañanas de La Madrague, hace veinte años, cuando yo salía, aún medio dormido, de la tienda, a pocos metros del mar, para sumergirme en el agua soñolienta de la mañana. Por desgracia, ya no sé nadar. O más bien, no puedo respirar como antes lo hacía. Da lo mismo, siento dejar la playa donde acabo de ser feliz.»
En las navidades de 1959, André Malraux, ministro de Cultura, le ofrece a Camus la dirección de la Comédie Française. Fijan la respuesta definitiva para el 4 de enero a primera hora. París amanece nublado el 4 de enero de 1960. Malraux espera toda la mañana en su despacho. Camus pierde el control del coche que le prestó Michel Gallimard y tiene un accidente. Fallece en el acto. «Debo morir —me digo—, pero esto nada quiere decir, pues no logro creerlo y solo puedo tener la experiencia de la muerte de los demás. He visto morir hombres. He visto morir perros, sobre todo. Lo que me confundía era tocarlos. Pienso entonces: flores, sonrisas, deseos de mujer, y comprendo que todo mi horror a morir reside en mi celo por vivir. Tengo celos de quienes vivirán y para quienes flores y deseos de mujer tendrán todo su sentido de carne y sangre. Soy envidioso, porque amo demasiado la vida para no ser egoísta». Una ambulancia bajo la lluvia, los conductores que miran de reojo, los gendarmes que reanudan el tráfico a la entrada de París. Una muerte anónima. Alguien recoge del asfalto una cartera negra muy usada. Dentro, un manuscrito. En el primer folio, tres palabras: «El primer hombre». Fragmentos autobiográficos para componer una novela. Se publicará en Gallimard treinta y cuatro años después, en 1994.
Ser el dueño del área pequeña, medir la lejanía, tener perspectiva. El hueco de los espacios intermedios. La sonrisa de Mersault ante María cuando se sacude en la playa el agua del pelo. El sabor a sal en la piel después de haber nadado. Respuesta a la pregunta de cuáles son las diez palabras que prefiero: mundo, dolor, tierra, madre, hombres, desierto, honor, miseria, verano, mar.