«Una secuencia de interrupciones, agujeros, partes faltantes sustraídas del momento en que la experiencia tuvo lugar. Porque un documento de una experiencia es igual a la experiencia menos uno. Lo extraño es esto: si un día, en el futuro, sumas todos esos documentos otra vez, lo que resulta, una vez más, es la experiencia. O al menos una versión de la experiencia que reemplaza a la experiencia vivida». La cita es larga, pero merece la pena subrayarla y copiarla aquí, además de su valor autónomo, por su carácter medular y su capacidad para permitirnos vislumbrar, a ojo de dron, comprimido en un párrafo, el completo mapa orgánico del libro que la incluye, Desierto sonoro, la última novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), en traducción de Daniel Saldaña y la propia autora.

Una historia contada en primera persona mediante fundidos en negro de secuencias que desarrollan linealmente el viaje por carretera de una familia desde su apartamento en Nueva York hasta Nuevo México. Una familia formada por un matrimonio y sus dos hijos, un niño de diez años y una niña de seis. El viaje tiene como finalidad avanzar en los proyectos que el matrimonio ha iniciado por separado: la exploración del territorio, los despojos y desplazamientos forzados de los apaches chiricahuas, Gerónimo y su banda, los últimos apaches que se rindieron al hombre blanco, cuyos fantasmas persigue el marido y, por parte de la narradora, la diáspora de «los niños perdidos» que viajan solos en condiciones inhumanas para intentar cruzar la frontera de México con Estados Unidos. Al fin y al cabo, una historia de desplazamientos que se cruzan en una narración cuyo elemento primario es el material de la vida personal de la autora que urde toda la novela.

Escrita originalmente en inglés, Desierto sonorose puede leer como una  subversión de ese modelo tan perseguido como frustrado que viene siendo «la gran novela norteamericana», en forma esta vez de road trip planteado de forma muy distinta al habitual viaje estadounidense de iniciación. Aquí se trata de un descenso al inframundo muy alejado del romanticismo extraño y condescendiente con el que Kerouac y los beat escribieron sobre México o Hemingway sobre Cuba. La mirada de Valeria Luiselli, que procede de un sistema matriarcal muy activo en política reivindicativa, propone un descenso al inframundo y a las contradicciones de la conciencia que resulta, a pesar de lo forzado que nos pueda parecer el tramo final, mucho más abarcador y complejo. Un texto nada autocomplaciente que se mantiene en un registro documentalista según el tema de los niños migrantes adquiere mayor peso. Valeria Luiselli había escrito Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas)(Sexto Piso, 2016) con la necesidad de asimilar y reflexionar en voz alta acerca de su experiencia como traductora para la defensa de los niños migrantes en la Corte Migratoria de Nueva York. Un testimonio ajustado estrictamente a la realidad, honesto en su desarrollo, sin alentar ningún tipo de victimismo mediático, escrito desde una perspectiva situada entre el deseo de remediar ese desamparo existencial que se sentaba a diario frente a ella y la impotencia que provocaba la imposibilidad de hacerlo. Desde una perspectiva actual, «Los niños perdidos» podría ser la antesala de «Desierto sonoro», pero también se podría decir que «Desierto sonoro» responde a la necesidad de englobar «Los niños perdidos» en un contexto personal más amplio, con una mirada extranjera que habita entre dos mundos, que vive habitualmente entre dos espacios físicos y culturales, que quizá no mire desde la distancia, pero sí con la extrañeza del que viene de fuera, lo que le permite afrontar el origen y ramificaciones de lo que viven esos niños con menos urgencia, pero con la misma rabia y claridad. Un grito desde los márgenes hacia un sistema pervertido en el que la mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior en vez de afrontarlo como una realidad global que nos afecta a todos.

La crisis de la pareja y la necesidad de documentar y archivar lo vivido no son temas menores en «Desierto sonoro». En ambos juega un papel fundamental la memoria, la necesidad de registrar con la misma honestidad ese tránsito, ese cruce de desplazamientos. Al final hay una sensación de que el presente se nos ha vuelto demasiado abrumador y, por tanto, se nos vuelve muy difícil imaginar un futuro. Y sin futuro, dice la narradora, el tiempo se percibe nada más que como acumulación.