La película Tren de sombras (1997) es un acto físico de amor al cine por todo lo que tiene de manualidad, de artesanía. Una labor de orfebre que se sirve de la imagen y del sonido para elaborar un honesto y agradecido homenaje a la esencia del séptimo arte. Su autor, el cineasta José Luis Guerín (Barcelona, 1960), entiende el cine como una forma esencial de escritura. En su caso, ver películas y hacer películas ha sido un proceso de aprendizaje como puede ser leer libros y escribir libros. Adquirió ese aprendizaje en calidad de voraz espectador que veía unas cuantas veces las películas que le gustaban mucho. De esta manera, llega a intuir por qué las cosas pasan de una forma y no de otra, por qué algo se filma de una determinada manera. Además de ver cine, también filmaba secuencias con una pequeña cámara de Súper 8 y, posteriormente, algún cortometraje en 16 y en 35 milímetros. Crece desde esa doble vertiente del aprendizaje: de un lado ver y del otro, hacer. Ver y hacer cine son, en su caso, dos actividades reversibles, como leer y escribir.
Más allá de sus años de formación, de aquellos primerizos trabajos filmados en diferentes soportes analógicos, y que precedieron a Los motivos de Berta (1983), su ópera prima, posiblemente sea Tren de sombras su primera película lograda de principio a fin. La primera vez que se identifica con cada fotograma de su trabajo; la película de la que, una vez montada, sale con plena conciencia de autor. «Tren de sombras» gira en torno a un eje llamado Gérald Fleury, un abogado francés de principios del siglo XX que no se separa de su cámara doméstica. La mañana del 8 de noviembre de 1930 desaparece en extrañas circunstancias cuando salía en barca para completar una filmación paisajística en torno al lago de Le Thuit, cerca de su mansión campestre en la Alta Normandía.
La película cumple próximamente veinticinco años, pero esto no deja de ser un dato externo vinculado a su estreno y distribución, porque Tren de sombras no está fijada en el tiempo. Tren de sombras supone una manipulación del tiempo, una fijación del mismo antes del cine, en el pre-cine, en la dimensión de la fotografía secuencial. Establece un hermoso vínculo de la fotografía como generador de un cine que es escritura de imágenes y sonidos. Con una vieja cámara de 16mm, similar a la que un día utilizaron los hermanos Lumière para rodar los famosos «aires libres», Guerín decide filmar él mismo las imágenes domésticas de Fleury a imitación de aquellas viejas películas familiares, y lo hace añadiendo las manchas, granulado, roturas y veladuras que serán una constante a lo largo de toda la película. Una sucesión de viejas imágenes en blanco y negro, muchas veces veladas, otras avanzando entre roturas, que muestran a la familia y su entorno, sus excursiones, sus fiestas de disfraces, picnics, los niños jugando con una manguera, la mujer de Fleury en el columpio, el tren que pasa…La subvención que tenía el proyecto se agota y se pospone durante años, hasta que el productor catalán Pere Portabella financia el proyecto y Guerín vuelve a Le Thuit, esta vez con una cámara de 35 milímetros para filmar en color el paso del tiempo en el entorno de la mansión del abogado. La aparición del tren une el pasado con el presente, el color nos conduce al ahora, setenta años después de aquellas ficticias filmaciones de 1930. Mediante una sucesión de planos casi documentales por un paisaje urbano solitario, húmedo, desangelado, llegamos al viejo caserón, ahora en manos de unos descendientes de Fleury que lo mantienen deshabitado. Del pasado solamente quedan en el interior algunos objetos dispersos por las habitaciones y algún retrato. El ritmo es pausado, prácticamente inmóvil, en contraste con la agitación estival de las «antiguas» imágenes en blanco y negro. Pero a medianoche, las sombras que proyecta la luna se apoderan de la fachada y del interior de la vivienda. Es la hora de los fantasmas, de las pesadillas infantiles. Es la hora en que los antiguos propietarios se apoderan de la mansión y el tictac de los relojes de pared permanece ajeno al tiempo. Y ahí, fuera del tiempo, se produce el pequeño milagro del cine. La tira de celuloide de las antiguas filmaciones se rebobina y detiene una y otra vez a criterio de su autor con el objeto de desvelar una subtrama que nos ha pasado desapercibida: una furtiva historia de amor.
En las películas de José Luis Guerín, el espacio no está, sucede. El espacio sucede al igual que sucede el tiempo. En Tren de sombras da la impresión de que el guión está contenido en un espacio y el cineasta es un explorador en ese espacio. Ocurre algo similar en su celebrada En construcción y también en La ciudad de Silvia, otra película que surge de una experiencia fotográfica. No hay intervencionismo por su parte, establece un pacto de no interferencia en el espacio del lector, sin invadirlo como hace la televisión. Un pacto mediante el cual la película es un esbozo que completa la mirada del espectador.
Si bien sus inicios están vinculados al cine de ficción, Guerín se desmarca pronto de la tiranía de un guión dramático con sus diálogos preestablecidos que alguien debe repetir haciendo suyos. Se produce entonces por su parte un acercamiento al documental, pero no a causa de un interés periodístico o sociológico sino, más bien, motivado por una búsqueda de otra forma de contra historias. Una búsqueda en la que alterna películas como soliloquios, como diarios personales , caso de Tren de sombras, La ciudad de Silvia o Guest, donde se minimiza el diálogo (Tren de sombras sería una película muda salvo por una frase que dice un personaje y que al menos yo no entiendo muy bien), con otras de carácter más coral, como En construcción o La academia de las musas, en las que hay una dignificación del decir hablado, aunque en En construcción se trate de palabra captada, porque los diálogos son de los personajes, o en La academia de las musas sea una reivindicación de la palabra estilizada, de las formas retóricas, dichas desde una convicción incontestable. En unas y otras, el sonido tiene tanta importancia como la imagen, pero no la música como banda sonora, que rompe la lógica, lo verosímil de la realidad, sino los ruidos, la sonoridad ambiente.
Cuando se habla de la salud del cine, de su pervivencia, de sus actuales modos de difusión, todo depende de cómo se mire, porque puede cuantificarse en términos de rentabilidad económica (ventas) o prestigio, concepto algo difuso que suele identificarse con el cine de autor en un sentido amplio. Ese prestigio, al menos en España, casi siempre lo carga el diablo, porque conlleva una etiqueta unificadora que neutraliza la singularidad de cada mirada, de cada proyecto. Hace mucho tiempo que José Luis Guerín vive en un pequeño pueblo de la campiña francesa y seguramente lleva la vida que quiere llevar. El problema del maltrato del que es objeto el cine de autor en España no perjudica tanto a sus creadores, que llevan mal que bien sus proyectos adelante en otras latitudes, como a nosotros, los espectadores, privados de ese otro cine y que debemos hacer auténticas ordalías para acceder a él en pantalla grande, el formato al que pertenece. Afortunadamente, festivales como el FICX en Gijón apuestan intencionadamente por el cine de autor y tiene un saludable alcance internacional que acerca miradas sobre el mundo inaccesibles de otro modo. En ese contexto, celebramos que el FICX, en colaboración con POEX, festival de poesía promovido por la FMC del Ayuntamiento de Gijón, celebre el 25º aniversario de Tren de sombras con la proyección de la película y la presencia del autor el próximo viernes 26 de noviembre a las 22:00h. en los Cines Yelmo. Una noche de cine.
