Una postal del Gran Hotel Edén de Montreux. Un primer plano de una teas-mead, combinación de reloj despertador y máquina de hacer té que la dueña de un pequeño hotel de Manchester le trae en señal de bienvenida. La panorámica de los bancos lisos de arena en una playa al sur de Lowestoft, con una larga hilera de refugios de lona, varillas y cordaje de pescadores a quienes les gusta demorarse en un lugar donde tienen el mundo tras de sí y ante ellos nada más que vacío… Imágenes en blanco y negro que remiten a otro mundo, el mundo del pasado. Detalles y gestos humanos que se han salvado. «Tiempo en que el tiempo es engullido y conservado», dice el escritor neerlandés Cees Nooteboom del tiempo fotográfico.
Forma parte de nuestra condición humana mantener cierta relación con los que nos antecedieron. A W. G. Sebald parece que le han interesado más los muertos que los vivos, al menos como escritor. Sus personajes cruzan el umbral de la literatura invocados por él como un restaurador que pasa a cámara lenta la película de sus vidas. En las fotografías que complementan sus libros, las figuras te miran esperando la oportunidad de decir algo. También los edificios, los objetos y los espacios abren a través de la fotografía nuevos sentidos a lo narrado, se convierten en temas a la espera del lector, de su pensamiento. Un material sensible de la memoria que nos acerca, nos afecta, nos incluye en la narración y la legitiman, porque una imagen opera como un certificado de realidad. Integradas en lo narrado, funcionan a su vez como barreras o diques que frenan la corriente, ralentizan la velocidad de lectura, lo cual no está nada mal para una escritura, la suya, arraigada en una ética europea de la pequeñez y de la contención.
Esta podría ser la tesis que sustenta el andamiaje de una pequeña joya titulada W.G.Sebald en el corazón de Europa (WunderKammer, 2020) de Cristian Crusat. Señala el autor que los paisajes, caminos, municipios y albergues convocados en las páginas de Los anillos de Saturno remiten a una Europa cuya esencial peculiaridad es su carácter ausente, silencioso y adormecido: «En mitad de los desmedidos e irresponsables festejos por la entrada en circulación del euro desde 2022, la presidencia española del Consejo de la Unión Europea, el décimo aniversario del Mercado Único o la entrada en vigor del Tratado de Niza, los vagabundeos de W.G.Sebald sugerían de forma implícita que si Europa poseyera alguna cualidad particular, ésa no sería otra que una acrisolada pequeñez, como recordó Claudio Guillén: la pequeñez inherente, interior, subdividida miles de veces, del tejido multicultural europeo». Y lo manifiesta el propio Sebald en una de las entrevistas recopiladas en el volumen Emerge, memoria (conversaciones con W.G. Sebald) (KRK, 2021) editado por Lynne Sharon Schwartz y traducido al español por el propio Cristian Crusat: «»No me gusta lo que existe a gran escala, ni en arquitectura ni en lo referente a los saltos evolutivos. Para mí, se trata de una aberración. La noción de algo pequeño y contenido es al mismo tiempo, en mi caso, un ideal tanto estético como moral».
A bordo de un pequeño avión de hélice que realiza el trayecto entre Ámsterdam y Norwich, el narrador de Los anillos de Saturno, asomado a la ventanilla, experimenta una sensación de monotonía causada por la sustracción de toda figura humana del paisaje, la ausencia de los moradores de las diminutas casas adosadas. Cuenta Crusat en su libro que en sus propias deambulaciones por los alrededores de Luxemburgo, con su primera lectura de Los anillos de Saturno todavía reciente, avanzando a través del aire frío y del húmedo arcén de la carretera hasta llegar al centro, pensaba en esa agobiante ausencia, percibida también mientras cenaba una hamburguesa y adquiría luego en un supermercado Monoprix lo indispensable para pasar dos noches en el hotel reservado por los organizadores de un encuentro literario. En parte, ese vacío, ese monótono acartonamiento, esa abulia luxemburguesa, en definitiva, esa tristeza, tenían efectivamente mucho que ver con las excursiones narradas por Sebald en Los anillos de Saturno y, a otra escala, con su primera idea de Europa, la del propio Crusat, la cual podría condensarse en un sigiloso y recurrente trayecto nocturno a través de la autovía que conduce desde el aeropuerto de Schiphol a las despobladas calles del suburbio de Buitenveldert, en Ámsterdam, ciudad en la que fue estudiante universitario: «Tras la llegada a nuestro destino (el número 107 de la calle Wijenburg), anunciado tímidamente por el roce de los adoquines con las ruedas del taxi, una figura femenina tiembla al otro lado de la ventana de un primer piso, bajo la callada luz del extractor de una cocina, una muy estrecha cocina. Eso siempre fue Europa para mí, desde la niñez: un silencio controlado, un sutil despoblamiento, un cementerio a mano. el alma, por sí decirlo, enmoquetada».
W.G. Sebald nace en Westach, 1944, pequeña localidad de Allgau, región alpina de Baviera, y fallece en 2001 en un accidente de tráfico. Con veintidós años, al concluir sus estudios, pasa una temporada en Suiza antes de trasladarse a Manchester, donde acaba ejerciendo como profesor universitario. Luego ocuparía la cátedra de Literatura Europea de la Universidad de East Anglia. A grandes rasgos, este recorrido, primero Suiza y después Inglaterra, coincide con el del narrador de sus libros, oriundo de una localidad identificada como W. Al utilizar el viaje como estrategia narrativa, una larga caminata que muchas veces comienza tras una crisis personal, el narrador se interna en la experiencia histórica esencial que supone nuestra relación con el pasado, siempre bajo una predisposición divagante que elabora racionalmente hasta el último detalle.

En la conversación mantenida con Joseph Cuomo el 13 de marzo de 2001, ocho meses antes de su muerte, en el marco del ciclo de lecturas Queens College Evening de Nueva York, recogida en el volumen Emerge, memoria, comenta que empiezas a pasear y siempre te encuentras cosas. Esa es la ventaja de caminar, encontrarse con algo al borde del camino o acabar comprando, por ejemplo, un folleto escrito por un historiador local en un diminuto museo y hallar en él detalles que te conducen a otro lugar. Una búsqueda asistemática, alejada del rigor académico. Acumula esa pequeña cantidad de material de manera aleatoria y desordenada. Un material que va creciendo paso a paso, porque una cosa lleva a otra y a otra. Puesto que se han juntado de una manera desordenada, obligan a su imaginación a crear conexiones: «Tienes que trabajar con materiales heterogéneos para que tu cabeza haga algo que no ha hecho antes». Esa podría ser su poética, aprendida de los perros (siempre tuvo perros) cuando hacen caso a su olfato y recorren una parcela de una forma totalmente incongruente para acabar encontrando siempre lo que buscan.
Hasta los veintidós años de edad, cuando se traslada a Inglaterra, Sebald no había estado nunca a más de cinco o seis horas de su casa. Una vez que se fue, apenas volvería. Desde Vértigo hasta Austerlitz, sus personajes deambulan y transitan desposeídos, extranjeros de sí mismos. Su carácter nómada implica una perspectiva distanciada de las cosas y provoca sentimientos encontrados en el propio Sebald, que siempre escribió en alemán sus libros y vivió en conflicto con sus raíces: «Mi relación con Alemania es muy ambivalente, se me acepta de inmediato como nativo, pero en mi propia recepción de esta aceptación siempre hay un problema, algo que no va».
En la entrevista realizada el 6 de diciembre de 2001, pocos días antes de su muerte, para el programa Bookworm de una emisora de Santa Mónica, California, incluida también en Emerge, memoria, confiesa que le gusta escuchar a la gente que ha sido marginada por una u otra razón. Por su experiencia, una vez que empiezan a hablar, te cuentan cosas que no le escucharías a nadie más. Esa necesidad de poder escuchar a la gente contándole cosas surge muy temprano, en particular, porque creció en la Alemania de posguerra, donde había algo parecido a un pacto de silencio: «Por ejemplo, tus padres nunca te contaban nada sobre sus experiencias porque había, como poco, muchísima vergüenza vinculada a esas experiencias. De modo que se mantenían guardadas a cal y canto». No se trataba de un acuerdo escrito o verbal, era un acuerdo tácito, algo a lo que nunca se aludía. De modo que el joven Sebald creció con la sensación de un vacío que debe ser ocupado con relatos de testigos en los que uno puede confiar: «Nunca me habría topado con esos testigos de no haber abandonado mi país de origen a los veinte años, porque la gente que podía contarte la verdad, o algo al menos parecido a la verdad, no vivía ya en ese país».
El elemento autobiográfico recorre intermitentemente Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno y Austerlitz. Cuatro formas de abordar una única corriente narrativa: el intento de relacionar los sentimientos personales y los recorridos objetivos de la historia. «Ambas cuestiones se contradicen fuertemente, pero de lo que se trata es de mirar la manera en que se condicionan mutuamente», dice Sebald. Para ello, busca una modalidad que le permita garantizar su presencia en el texto y tomar postura sobre el estado de las cosas, pero sin novelarse a sí mismo. Por eso los personajes tienen los mismos asideros en la realidad que el narrador, cuyo trabajo de investigación y localización le permite tomar de las biografías, incluso de las familiares, aquello que le pueda interesar. La presencia del narrador en el texto es la del viajero confiado al azar, sin rumbo fijo. Indaga con meticulosidad en los detalles que se han salvado y que le ayudan a reconstruir el puzzle de unas cuantas vidas ajenas. Revuelve entre las ideas que hicieron avanzar unas vidas dotadas, por otra parte, de no poca excentricidad. Sebald desconfía de la ficción, pero sus libros reclaman, en cierto modo, ser considerados como ficción. Escribe Susan Sontag en su artículo W.G. Sebald, el viajero y su lamento: «Lo característico de una obra de ficción no es que la historia no sea verdadera – bien puede ser verdadera en parte o e su integridad -, sino su uso o expansión de una variedad de recursos (aun documentos falsos o fraguados) que producen lo que los críticos literarios llaman el efecto de lo real. Las ficciones de Sebald – y la ilustración visual que las acompañan – proyectan el efecto de lo real a un extremo fulgurante».
Los lectores de Sebald necesitamos de vez en cuando apearnos del mundo y manejarnos por sus orillas. Revolver entre el lastre de la marea, como el propio narrador. Su peregrinaje por Italia en Vértigo, Estados Unidos e Inglaterra en Los emigrados, el condado de Suffolk en Los anillos de Saturno y Londres en Austerlitz se restaura como escritura haciendo acopio de las notas tomadas en cafés, bibliotecas y museos, y de fotografías recuperadas o encontradas al azar. Desde su propio presente, va en busca de un tiempo ajeno en el que integrarse. Utilizando una expresión de María Zambrano, hay en ello algo de confesión desviada, porque el narrador se revela a sí mismo sin mostrarse, hablando desde su propio tiempo y, sin embargo, en busca de otro que le permita conectar la experiencia histórica con el momento presente de sus pasos. Por eso mismo, yo diría que no hay rastro de nostalgia en sus libros. Sí hay melancolía, pero no nostalgia. Precisamente su apertura dialogante con lo que se encuentra al paso pone de manifiesto una prevención contra los graves problemas derivados de la nostalgia. Su interés por el modelismo y el ejercicio de la miniatura componen un archivo de memoriales que homenajean a objetos bien amados, pero amados en su extravío actual, sin ansias de regreso a un tiempo pasado.
Sebald concibe el tiempo como una plástica, irregular y subjetiva «inquietud de la mente». Dice Lynne Sharon Schwartz en el prólogo de Emerge, memoria: «En nuestra amnesia colectiva, suprimimos al tiempo a medida que avanzamos, olvidando aquello que nos define. Él no ha olvidado, amontona las esquirlas para avivar nuestro recuerdo. Y mediante un indescifrable juego de manos, mientras reúne las cosas y las vuelve más nítidas, les imprime el esplendor del misterio». La profunda desazón que transmiten sus libros surge de la recreación de unas vidas extravagantes y de su determinación en el fracaso. Provocan un sentimiento de pérdida muy propio, a su vez, de Peter Handke, uno de sus máximos referentes: «Yo no era yo más que cuando había perdido algo. La aflicción y el estado de desavenencia, la contradicción eran lo mío».
Por ese motivo, siempre hay un grado de empatía en sus libros con las personas que se ven obligadas a emigrar. Los cuatro judíos alemanes de Los emigrados, por ejemplo. Siempre creyó necesario escribir sobre la historia de la persecución, del intento, casi logrado, de exterminar a toda una cultura. Y lo hace desde la certeza de que el único modo mediante el que uno puede aproximarse a estas cosas es oblicuamente, tangencialmente, mediante la alusión más que por el enfrentamiento directo. En el caso de Sebald, el holocausto judío siempre está presente sin nombrarlo nunca, una presencia sutil. Algo muy cerebral, que tiene relación con el pensar, no con el decir.
Y es que en los libros de W(infried) G(eorge) Maximiliam Sebald la realidad siempre es diferente a todo: «Cuando lo rememoro, veo por doquier colores azules, una única superficie desierta que se extiende hasta el crepúsculo de la tarde, entrecortada por las huellas de patinadores que ya no están».

W.G.Sebald en el corazón de Europa
Cristian Crusat
Wunderkammer, 2020
138 páginas

Emerge, memoria (conversaciones con W.G.Sebald)
Edición de Lynne Sharon Schwartz
Traducción de Cristian Crusat
KRK, 2021
314 páginas