Olga Tokarczuk nació el 29 de enero de 1962 en un municipio de unos 20.000 habitantes en el oeste de Polonia.  Graduada en Psicología por la Universidad de Varsovia, trabajó durante años en una clínica de salud mental al sudeste del país y vivió en un pequeño pueblo en el valle de Klodzho, lugar en el que ambientó sus primeros libros. Luego viajó por todo el mundo realizando diversos trabajos ocasionales. En cuanto juntaba algo de dinero, se ponía otra vez en camino. Trabajaba como limpiadora en Londres cuando la publicación de Un lugar llamado antaño (Lumen, 2001) empieza a tener cierta resonancia.

Una tarde otoñal de 2019 iba conduciendo por una autopista alemana cuando sonó el móvil dentro de su bolso en el asiento del copiloto. Se paró en el arcén y contestó a un inquietante número privado. Al finalizar la conversación, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero su vida dio un vuelco. Se quedó aturdida, sin palabras. Sintiendo como un vacío, un vértigo. Se quitó el cinturón de seguridad, salió al arcén y encendió un cigarrillo. Le acababan de conceder el Premio Nobel de Literatura. Mientras apuraba el cigarrillo y se aguantaba el frío, pensó en otra escritora polaca, Wislawa Szymborska, Premio Nobel en 1996, y en su nombre asociado al suyo.

Hace tiempo ya que Olga Tokarczuk es una de las escritoras de referencia para la juventud polaca, por su literatura y por su compromiso con el feminismo y el medio ambiente. Comenta Agata Orzeszek, su traductora al español, que si subes a un tranvía en Varsovia y ves a un chico o a una chica leyendo concentrados un libro, seguro que es de ella. Con todo, recibir el Nobel 2018 con un año de retraso y tener por delante el rescate mediático del posicionamiento personal de Peter Handke en la guerra de los Balcanes ha convertido a Olga Tokarczuk en una especie de finalista. Nada más injusto para ambos, que tanto tienen en común, alrededor de un Nobel que llega con un año de retraso a la sombra de otro que se juzga políticamente sin apenas abrir sus libros.

Los errantes, edición original de 2007, que obtuvo en su traducción al inglés el Booker en 2018, novela construida una vez más con «formas cortas» que acaban formando un todo, es una buena muestra de que a Olga Tokarczuk no le interesan los acontecimientos repetibles. En cambio, sí le interesa todo aquello que, por una u otra razón, se ha quedado a medio camino en su desarrollo o que, por el contrario, ha excedido los límites de lo previsto. Todo lo que se aparta de la norma, formas que descuidan la simetría, porque tiene la convicción de que es precisamente ahí donde el verdadero ser sale a la superficie y revela su naturaleza. Son precisamente los errores y los accidentes de la creación lo que busca en sus viajes. Y lo hace de lado, viaja manteniéndose en los márgenes, porque el mundo se ve tan solo en fragmentos y no habrá otro. Instantes, migajas, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en pedazos.

Olga Tokarczuk se considera discípula de Carl Jung al retomar el concepto del «inconsciente colectivo» como una especie de patria común y desconocida en la que los mitos, cuentos y leyendas antiguas funcionan como arquetipos de la expresión instintiva de la especie humana. La escritora polaca incluye en esa patria común los textos que pueda generar la fantasía contemporánea, pues pertenecen a la estructura heredada de nuestra psicología y son órganos de percepción psíquica cruciales para el desarrollo espiritual. Al igual que para Jung la sabiduría consiste en armonizar lo consciente y lo inconsciente, ella compone sus libros desde un lenguaje híbrido que se alimenta de varias fuentes, combina mitos con hechos reales, baraja símbolos, ensaya alegorías religiosas y levanta con todo ello una polifonía precisa y clara. La propia autora se refiere a «Los errantes» como novela constelación integrada por relatos sueltos, reales y ficticios, anotaciones cortas, entradas de un diario de viaje, apuntes hechos en servilletas de cafeterías de aeropuerto y citas de libros.

Estar siempre en movimiento, cortar lazos de pertenencia y transitar lo fronterizo son las señas de identidad de sus personajes. Pero el sentido profundo de ese peregrinaje no es solo individual. Además de deconstruir una identidad que gravite sobre las raíces, el origen y el territorio, tiene un alcance metafísico, porque la única existencia posible digna de ese nombre, según la autora, es la de nómada: «Por algún lugar entre Bélgica y Holanda, no sé exactamente en qué país estoy, pues la frontera se ha difuminado por falta de uso. Se ha borrado por completo». Descubrir a Olga Tokarczuk en estos tiempos que corren es un buen antídoto contra toda deriva nacionalista.

Los errantes

Olga Tokarczuk

Traducción de Agata Orzeszek Sujak

Anagrama, 2019

386 páginas