«Vivir es verificar», Albert Camus.

Cuando el director de cine Shohei Imamura filma su aportación a la película colectiva 11’09’’01, dedicada a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, tiene en su mente otra fecha, el 06 de agosto de 1945, día en que la bomba atómica relampaguea sobre Hiroshima a las 08:15h: “Lo que yo quería era describir ese estado de supremo despertar que nos permite aceptar las tragedias vinculadas a la guerra o a un conflicto”. Ese supremo despertar al que alude el director japonés tiene mucho que ver con el resultado del reportaje que a finales de 1945 le encarga William Sham, el entonces director de la revista The New Yorker, al periodista John Hersey sobre los efectos de la bomba en los supervivientes de Hiroshima. En medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica e instrumento de venganza merecida, casi nadie se había parado a pensar en EEUU que debajo de la bomba había gente.

John Hersey recibe el encargo en Shangai, donde trabaja como corresponsal, y pasa tres semanas en Japón para escribir acerca de lo sucedido a seres humanos, no a edificios. Reconstruye la vida de seis personas en el momento en que explota la bomba. Su alucinado vagabundeo ese día y los siguientes. Su perplejidad entre las ruinas de una ciudad con más de cien mil cadáveres alrededor. Se entrevista con la señora Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, que acababa de ocupar su puesto en la oficina y giraba la cabeza para hablar con su compañera cuando estalla la bomba. Se entrevista también con el doctor Masakazu Fujii, que pasaba una página del periódico en el porche de su clínica privada. Con la señora Hatsuyo Nakamura, que con una taza de té en la mano miraba por la ventana a su vecino trabajando en el jardín. Habla con el jesuita alemán Wilheim Kleinsorge, recostado en la cama leyendo una revista cuando se produce la explosión. Con el doctor Terefumi Sasaki, que caminaba por el pasillo del hospital de la Cruz Roja. Y con el reverendo Kiyoshi Tanimoto, que descargaba una carretilla en uno de los suburbios occidentales de la ciudad. Además de estos testimonios, oye también otras historias. Por ejemplo, la de un pintor subido a una escalera que se convertirá en símbolo perpetuado como monumento bajorrelieve en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura.

Si bien el tema daba para noquear emocionalmente a cualquier lector, Hersey realiza un reportaje en el que economiza radicalmente las adjetivaciones, las lecciones morales y su propia presencia como narrador. No obstante, su estilo es una batalla permanente contra la abstracción. De hecho, no se separa un centímetro de lo que los personajes saben o creen saber a cada momento: rumores sobre un avión que había rociado de gasolina la ciudad y luego, de alguna forma, le había prendido fuego; una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión… Hersey reconstruye los movimientos de esas seis personas utilizando una perspectiva que le permite vivir los acontecimientos desde el punto de vista de un personaje sin abandonar el discurso de narrador: “Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas, trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó ningún ruido. Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu, en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a 32 kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí”.

Según Hersey, el periodismo permite al lector ser testigo de la historia y la narrativa le da la oportunidad de vivirla. De la fusión de ambos surge ese periodismo narrativo que compagina el deber ético de no inventar con la narración de hechos reales utilizando herramientas propias de la ficción: “El periodista no debe inventar. Cualquier periodista conoce la diferencia entre la distorsión que viene de restar los datos observados y la que viene de inventar datos. En el momento en que el lector sospecha adicciones, la tierra comienza a temblar bajo sus pies, porque es aterrador el hecho de que no haya manera de saber lo que es verdadero y lo que no lo es”.

John Hersey, el escritor de lo inmediato. Escribe en 1942 un libro sobre el general MacArthur y en 1943 un reportaje sobre la batalla de Guadalcanal. Su primera novela, A Bell for Adano, trata sobre la ocupación de un pequeño pueblo italiano durante la Segunda Guerra Mundial y recibe el Pulitzer en 1944, cuando la guerra todavía no había terminado. En 1950 publica The Wall, su segunda novela, cuya trama gira alrededor del gheto de Varsovia. Hersey cita a Orwell, a Stephen Crane y a Daniel Defoe como sus referentes. Entonces ya se le conoce como ese corresponsal de guerra que utiliza palabras duras, frases cortas, cuadradas y declarativas para asumir la perspectiva de las víctimas.

En Historia natural de la destrucción, W.G.Sebald se hace eco de los apuntes que toma Kenzaduro Oe sobre Hiroshima en 1965: “Es imposible sondear en los abismos de traumatización de aquellos que proceden de los epicentros de las catástrofes”. Y anota Hersey: “El señor Tanimoto, temiendo por su familia y por su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta, la autopista Koi. Era la única persona que entraba en la ciudad. Se cruzó con centenares que huían en dirección contraria y cada uno de ellos parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían los ojos quemados y la piel les colgaba de la cara y de los brazos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados, como si cargaran algo en ambas manos. Muchos iban vomitando. La mayoría, desnudos o en harapos. Sobre alguno de esos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones, tiras de ropa interior, y sobre la piel de algunas mujeres, puesto que el color blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía, se veían las formas de las flores de sus kimonos. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente en silencio, sin expresión alguna en el rostro”.

Toda esa gente, ante el infierno que les toca vivir y las secuelas que se desarrollarán, como la radiotoxemia, al leucemia, las malformaciones de los fetos, el cáncer, no pueden considerar todo eso obra de unos seres humanos resentidos, sea el piloto del Enola Gay, el presidente de EEUU, los científicos que construyeron la bomba o incluso los militares japoneses que involucraron al país en una guerra. Lo que les ha ocurrido trasciende su entendimiento humano y la bomba les parece casi un desastre natural, un desastre que es simplemente consecuencia de la mala suerte, parte de un destino que debe ser aceptado. Y como desastre natural, capaz de generar el milagro más desatinado, porque el verdor se levantaba incluso desde los cimientos de las casas en ruinas. La bomba no solo había dejado intactos los órganos subterráneos de las plantas; los había estimulado.

Hiroshima se publicó en un número monográfico de la revista The New Yorker el 31 de agosto de 1946, un año después de los acontecimientos que narra. La edición se agotó en cuestión de horas y se convirtió en un texto de referencia del periodismo de investigación. La edición española de Hiroshima ha sido traducida por Juan Gabriel Vásquez y publicada bajo el sello de Turner hace veinte años, en 2002.

Hiroshima

John Hersey

Traducción de Juan Gabriel Vásquez

Taurus, 2022. Reedición en DeBolsillo, 2021

192 páginas