Alguien tan mesurado en fondo y forma como es Richard Ford dice que no hay nada normal, que la normalidad no es más que un concepto. Una idea de la mente. Los personajes de Paul Auster son también una idea de la mente cuyo árbol genealógico podría iniciarse en Robinson Crusoe.
Daniel Quinn tiene treinta y cinco años y vive modestamente en un pequeño apartamento de Nueva York. Su mujer y su hijo han muerto en un accidente. Desde entonces, escribe novelas de misterio bajo seudónimo. El resto del tiempo lee, va al cine, acude a exposiciones. En verano sigue los partidos de béisbol por televisión; en invierno, prefiere la ópera. Pero lo que más le gusta es caminar. Haga frío o calor, sale todos los días de su apartamento a pasear por la ciudad como si no viviera en ella, sin dirigirse a un lugar concreto. Por muy bien que llegue a conocer los barrios y las calles, Nueva York siempre le ofrece la sensación de andar perdido. En la ciudad y dentro de sí mismo. Cada vez que da un paseo es como si se dejara a sí mismo atrás, reduciéndose a un ojo que ve. Y eso le proporciona cierta paz, un saludable vacío interior: “El movimiento era lo esencial. El acto de poner un pie delante de otro y seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales sin importar dónde estabas. En sus mejores paseos lograba sentir que no estaba en ningún sitio”.
Marco Stanley Fogg llega a Nueva York el verano en que Armstrong tatúa su huella en la piel de la luna. Estudia en la Universidad de Columbia y reside durante los nueve meses del primer curso en un colegio universitario. Al terminar el curso se traslada a un departamento de la calle 112 oeste y vive allí con más de mil libros, herencia de un tío suyo. Pasa tres años sin apenas salir de casa, hasta que toca fondo y acaba viviendo en la calle. Quiere ir hasta el final. Una vez en esa situación, una vez allí, ver qué sucede. Acaba cruzando a pie el desierto Utah rumbo a California: “Fue entonces cuando eché a andar. Estaba tan furioso, tan ofendido por lo que me había sucedido, que dejé de hacer auto-stop. Caminé todo el día desde el amanecer hasta el anochecer, pisando como si quisiera castigar a la tierra bajo mis pies. Al día siguiente hice lo mismo. Y al otro. Continué andando los cuatro meses siguientes, avanzaba lentamente hacia el Oeste y me detenía en algún pueblo un par de días para continuar luego mi camino, durmiendo en campos, en cunetas, en cuevas. Durante las dos primeras semanas me sentía como alguien golpeado por un rayo. Lloraba, aullaba como un loco. Pero luego, poco a poco, se fue consumiendo la ira y me adapté. Gastaba un par de botas tras otro. Hacia el final del primer mes, comencé a hablar de nuevo con la gente”.
A Jim Nashe, bombero de Nueva York, le abandona su mujer y casi al mismo tiempo recibe una herencia de su padre, al que no conoció. Deja a su hija al cuidado de su hermana, se compra un Saab rojo y se dedica a conducir por Estados Unidos. Conduce de acá para allá, de motel en motel, goza de la velocidad en línea recta, vive en una soledad casi completa, experimenta la seducción del desarraigo absoluto. Un año después, cuando apenas le quedan ya unos diez mil dólares, auxilia a un hombre ensangrentado que se encuentra en el arcén de una carretera desierta: “Fue uno de esos encuentros causales que parecen surgir de la nada: una ramita que rompe el viento y de pronto aparece a tus pies. Si hubiera sucedido en cualquier otro momento, puede que Nashe no hubiera abierto la boca. Pero como ya había renunciado, vio un indulto en el desconocido, una última oportunidad de hacer algo por sí mismo antes de que fuera demasiado tarde. Y así, sin más, se decidió y lo hizo. Sin el menos atisbo de miedo, Nashe cerró los ojos y saltó”.
Peter Aaron regresa a EEUU en 1974 tras haber vivido cinco años en Francia. Conoce a Benjamin Sachs en un bar de Nueva York. Sachs nació el 6 de agosto de 1945 y suele afirmar que le trajeron al mundo en el preciso instante en el que el Hombre Gordo salía de las entrañas del Enola Gay. Puede que por eso le encante el modo en que los hechos se ponen constantemente cabeza abajo. No tiene empleo. Escribe por las noches y vagabundea libremente el resto del tiempo. Entra en los cines a cualquier hora del día, lee en los parques sujetando el libro con una mano y las piernas abiertas. Ese es Sachs. Las mejores ideas se le ocurren lejos de su mesa de trabajo: “En ese sentido, para él todo entraba en la categoría de trabajo. Comer era trabajar, ver un partido de baloncesto era trabajar, sentarse con un amigo en un bar a medianoche era trabajar. A pesar de las apariencias, apenas hay un momento en que no esté trabajando”.
Paul Benjamin, cuarenta años, novelista, residente en Brooklyn, viste ropa informal y fuma puritos. Su mujer murió en el atraco de un banco de la Séptima Avenida cuando estaba embarazada. Minutos antes le había comprado dos latas de puritos en el estanco de Auggie Wren, en el mismo centro de Brooklyn. Paul sigue yendo dos veces por semana a ese estanco. El resto de tiempo deambula por las calles con resaca o se sienta a su mesa de trabajo y escribe a mano en un cuaderno de papel amarillo. En una esquina dormita el ordenador abandonado bajo una repisa de madera con manuscritos y papeles amontonados. Paul y Auggie se conocen desde hace once años. Auggie ha fotografiado la esquina de la calle 3 con la Séptima A Avenida a las ocho de la mañana durante más de cuatro mil días seguidos: “Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curiosos ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asistiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando ya llevaba varios minutos mirando las fotografías, de repente me dijo: Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas despacio”.
David Zimmer, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Hampton, Vermont, traductor al inglés de Rimbaud y Chautebriand, pierde a su mujer y a sus dos hijos en un accidente de avión apenas una semana antes de su décimo aniversario de boda. Durante meses, David vive bajo una neblina alcohólica de dolor y autocompasión, sin apenas moverse de casa, sin apenas comer, sin afeitarse, sin cambiarse de ropa. Pasa las horas tirado en el sofá viendo la televisión. Hasta que Héctor Mann aparece de repente en la pantalla: “Poco antes de que empezara el invierno, cuando los árboles se habían quedado finalmente desnudos y las primeras nieves amenazaban con caer, por casualidad vi en televisión un fragmento de una de sus películas antiguas, y me hizo reír. Eso quizá no parezca importante, pero era la primera vez que me reía de algo desde junio”.
Paul Auster vive en Park Slope, Brooklyn, a dos pasos de la esquina que forma el estanco de Auggie Wren en la calle Court. Trabajó durante un año en un petrolero de la Esso. En 1966 inicia una relación intermitente con Lydia Davis, hija de un profesor de la Universidad de Columbia, en la que Paul se gradúa en Literatura Comparada. Ambos, Lydia y Paul, viajan a Francia en 1970. Malviven con trabajos esporádicos y regresan a EEUU en 1974. Se casan ese mismo año. Tienen un hijo, Daniel Auster. Paul traduce del francés, escribe crítica cinematográfica y publica algún que otro ensayo sobre literatura francesa. Un sábado de madrugada del invierno de 1979 escribe en su cuaderno de notas: “Algo sucede y, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”. A las ocho de la mañana de aquel domingo suena el teléfono de su casa y le comunican la muerte de su padre. “Incluso antes de hacer las maletas para emprender el viaje de tres horas a Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba. Ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo deprisa, su vida entera se desvanecerá con él. Lo que me preocupaba era algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro”. Poco después, Paul escribe un libro sobre su padre titulado La invención de la soledad. Recuerda en él la única vez que lo llevó a un partido de los Giants, los gritos de la multitud cuando bajaban las rampas de cemento del estadio antes de que acabara el partido para evitar los atascos de tráfico. Muchos años después, en noviembre de 1999, comienza a leer por la radio los primeros sábados de cada mes las historias que sus oyentes le envían a la emisora de NPR de Nueva York. En 2022 publicará una selección de esas historias bajo el título Creí que mi padre era Dios.
En 1978 había publicado sus primeros poemas y se ganaba la vida como traductor de Breton, Tzara, Eluard, Char, Dupin, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Afirma con insistencia que el francés debe ser considerado como una influencia en el desarrollo de la lengua inglesa, que es una parte del inglés, un elemento irreductible de su sistema genético. Cumple los treinta años en pleno proceso de divorcio y en 1982 se casa con Siri Hustvedt. Ese mismo año firma una antología de poesía francesa del siglo XX y traduce Una tumba para Anatóle estableciendo una relación emocional por la hospitalización de su hijo Daniel con problemas de asma. Todo lo que toca se convierte en un fracaso. Inventa un juego de cartas sobre el béisbol e intenta venderlo durante seis meses a distintos patrocinadores, pero nadie lo compra. Fue en esa época cuando recibió aquella llamada telefónica una madrugada de domingo. El dinero heredado le da para vivir dos o tres años sin preocupaciones. Tiempo para escribir. La muerte de su padre le cambió la vida, no puede escribir sin pensarlo. Pero no dejará de estar acuciado por problemas económicos hasta 1985, cuando la publicación de su novela La ciudad de cristal le de al fin salida como escritor.
Paul pensaba que el cine sería su verdadera vocación. A los 19 años escribió un par de guiones para películas mudas. Eran muy largos, muy detallados, ochenta páginas de complicados y meticulosos movimientos, cada gesto expresado con palabras. Una especie de Buster Keaton revisitado, comedias raras, caras impasibles, golpes. A finales de 1990, Wayne Wang lee en el New Yorker un relato de Paul titulado El cuento de Navidad de Auggie Wren y de la colaboración de ambos surge la película Smoke, rodada en Brooklyn, muy cerca de casa de Paul. El material que rodó por pura diversión en los descansos del rodaje dará lugar a otra película, una chifladura titulada Blue in the fase. Poco tiempo después escribirá el guion de Lulu on the bridge, una versión de la novela La caja de Pandora de G.W. Pabst que él mismo termina por dirigir tras la negativa de Wim Wenders.
En 1979 vive en un apartamento del décimo piso del nº 6 de la calle Varick, Nueva York. Duerme vestido dentro de un saco de dormir. Unos cuantos libros, tres sillas, una mesa y un lavabo con retrete. Ese invierno es tiempo de escritura febril, como suele decirse en estos casos. El traductor de poesía francesa comienza a traducirse a sí mismo y su vida parece no transcurrir en presente. Escribe sobre su vida y, en cierto modo, la va perdiendo de vista, se aleja de sí mismo mientras se supone que se acerca a sí mismo. Tiene la misma sensación que cuando traduce. El narrador se convierte en un extraño para sí mismo y tiene que empezar a traducirse a sí mismo. La ficción le permite reconocer su pasado. Ese carácter introspectivo de su escritura le permite desdoblarse allí mismo, en su apartamento. Paul escribe sobre un hombre que escribe en su habitación sobre otro hombre. Una fría mañana de noviembre de 1979, en el décimo piso del nº 6 de la calle Varick, teclea lo siguiente: “Le parece extraordinario, incluso en la ordinaria realidad de la experiencia, tener los pies sobre la tierra, sentir cómo sus pulmones se contraen y se expanden con el aire que respira, saber que si pone un pie delante de otro sería capaz de caminar desde donde está hasta donde quiere ir”.
Parece que los personajes de Paul, para salvar su vida, tienen que estar a un paso de destruirla. Parece que su mundo está escindido en dos mitades que ya no se hablan. Han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas y eso les ocasiona una ruptura social y una resistencia al ralentí por los márgenes de su propia vida. Una vida ascética y tangente en una ciudad posmoderna como el Nueva York de los noventa. Daniel Quinn en La trilogía de Nueva York; Marco Stanley Fogg en El palacio de la luna; Jim Nashe en La música del azar; Benjamin Sachs en Leviatán; Paul Benjamin en Smoke; David Zimmer en El libro de las ilusiones… Todos ellos, como escribe Héctor Mann en el diario que se encuentra David Zimmer: “Nunca más perdido que ahora, nunca tan solo y tan inquieto. Pero nunca tan vivo”. Paul prepara cada uno de esos bocetos a partir de la imagen de su admirado Hölderlin tras la muerte de Suzette, cruzando solo y a pie las montañas y luego sin salir apenas de su habitación, a no ser para dar un paseo sin rumbo por el campo, llenando los bolsillos de piedras y recogiendo flores que hace pedazos con los dedos. Gente que se encuentra ante una segunda oportunidad para empezar desde cero y que decide entonces llevar a cabo un proyecto, digámoslo así, en el que aprender a no desear nada con demasiado empeño y descubrir el poder del azar, lo frágiles que somos en sus manos: “Nuestro cuerpo va por el mundo a la deriva, flotando en algo grande, mucho más grande que él, y al mismo tiempo todos estamos aislados, encerrados en nosotros mismos, viviendo una vida puramente interna. Creo que en gran medida escribo sobre eso, sobre esa separación entre el adentro y el afuera, y sobre cómo la gente enfrente o evita el abismo que hay en medio”.
Serán ellos mismos quienes confieran un nuevo sentido a sus vidas a través de un work in progress que inician con el propósito de no acabar nunca. Es el caso de Fanshawe y su obra literaria en La habitación cerrada. La biografía del viejo Effing que escribe Marco Stanley Fogg en El palacio de la luna. Las fotografías de Auggie Wren en el guión de Smoke. Las investigaciones de Daniel Quinn en El palacio de cristal o de David Zimmer en El Libro de las ilusiones siguiendo la pista de Héctor Mann, que rueda nueve películas en el desierto de Nuevo México renunciando a sus ambiciones personales para entregarse a la creación de una obra cuyo objeto esencial es la nada. Paul Auster buscando la llama inmortal de Stephen Crane.
Lo importante es tener una buena historia que contar. En casi todos sus libros, el final se abre a otra cosa nueva. Se abre al capítulo siguiente, a algo que ya no aparece en el libro, pero que el libro sugiere. Un paso más de un libro o un paso más de la vida, es lo mismo. Si el personaje no está muerto, su vida continúa. Qué más se le puede pedir a un escritor.