Los avances tecnológicos están siendo tan rápidos que se naturalizan sin que haya reflexión sobre sus límites, sean éticos o legales. Cuando la ficción incide en ello, entonces sí pensamos en sus límites y nos sorprende la dimensión del asunto. Incluso nos empieza a asustar. Kentukis podría ser un excelente capítulo de la serie Black Mirror por ese motivo, además de ser una novela que formalmente tiene un planteamiento de contrapunto, esa técnica que se ha ido convirtiendo, tanto en la novela como en el cine, en la más utilizada para narrar realidades complejas. Conforman Kentukis una serie de historias alternadas en constante progresión con un motivo principal común: la tecnología como ventana en la que exhibir la vida cotidiana.
Kentuki es una ciudad australiana y también suena de modo muy parecido el nombre de otra ciudad ucraniana. Kentuki es también un famoso caballo ruso y un plato de comida japonesa. Un nombre con alto nivel de confusión, un término muy global que en el fondo no dice nada y que Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) encuentra idóneo para bautizar el dispositivo tecnológico que se le ocurrió cuando pensó en el cruce entre un peluche y un teléfono móvil de última generación. Muñecos con forma de animales y tripas binarias. A partir de ahí, relata de forma alternada una serie de historias en las que los personajes interactúan entre ellos mediante uno de esos muñecos. Se puede comprar uno en cualquier tienda de electrodomésticos, conectarlo y esperar a que un usuario que haya comprado la tarjeta correspondiente se conecte al sistema desde cualquier parte del mundo y controle el muñeco desde su ordenador. Los ojos del muñeco son cámaras y dos ruedecitas en la base permiten moverlo desde el ratón del ordenador por todos los rincones de la vida cotidiana de la persona que lo ha comprado. Se puede tener un kentuki en casa o se puede ser un kentuki desde el ordenador, ver o que me vean, esas son las dos tipologías de personajes que interactúan en Kentukis. «¿Qué tipo de persona elegiría «ser» kentuki en lugar de «tener» un kentuki?», se pregunta Alina, uno de los personajes de la novela, propietaria de uno con forma de cuervo.
Al igual que Alina, los personajes de esta novela que adquieren uno de estos peluches pagan por compartir su intimidad con ciudadanos anónimos de cualquier parte del mundo. No se trata de un mundo distópico, sino de un pequeño paso más por el lado más inquietante del avance tecnológico. “Esto no va del fin del mundo, sino de una señora en la cocina”, comenta Samanta Schweblin. Kentukis nos plantea un interrogante acerca de la deriva que va tomando una proporcionalidad acuciante: cuanta más intimidad, más repercusión. Vivimos en la soledad absoluta, pero hipertecnologizados, de manera que la tecnología impregna y condiciona nuestras relaciones. Uno de los aciertos de la novela consiste en evitar una visión de la tecnología como un gran monstruo maligno, porque el verdadero mal de la tecnología, el mal real, es que al otro lado hay un ser humano. El kentuki no deja de ser una trampa porque parece una mascota, pero hay un ser humano anónimo detrás. La relación con el kentuki funciona mientras no haya comunicación directa a través del lenguaje, pero en cuanto alguien idea un sistema que permita establecer una comunicación, desaparece el anonimato, la relación fracasa y se interrumpe definitivamente.
Comentaba recientemente Adela Cortina, catedrática de Ética en la Universidad de Valencia, que el abandono de la intimidad, «la dificultad de encontrar un lugar donde formar la conciencia por el triunfo de la extimidad frente al cultivo de la intimidad, la exhibición, el espectáculo que nos pone en manos de la aprobación ajena, nos lleva a vivir pendientes de la reputación, del que dirán los otros». Esta contienda entre el ser y el parecer nos sitúa en la paradoja de que la incesante evolución tecnológica saca a la superficie los principios ideológicos del Barroco, un movimiento cultural profundamente encerrado en sí mismo. A falta de una ética digital, la tecnología parece dirigir un cambio social en ese sentido.
Samanta Schweblin ha mostrado siempre una fascinación por lo extraordinario, lo anormal, lo insólito, y nunca ha necesitado salir del núcleo familiar para encontrarlo. En sus celebrados libros de relatos, como “El núcleo del disturbio” (2002), “Pájaros en la boca” (2009) o «Siete casas vacías» (2009), y en su novela anterior, “Distancia de rescate” (2014), la familia aparece como el lugar del drama inicial del ser humano, seno de relaciones entre padres e hijos donde la educación forma, pero también deforma, al igual que la relación de pareja limita y condiciona de manera inapelable. Todo ello está muy presente también en Kentukis, nidos familiares o parejas en las que el peluche tecnológico viene a cubrir un oscuro hueco de afecto, de comunicación. Y desde el otro lado, desde la pantalla que dirige sus movimientos, casi te permite tocar: «Si lograbas encontrar nieve, y empujabas lo suficiente tu kentuki contra un montículo bien blanco y espumoso, podías dejar tu marca. Y eso era como tocar con tus dedos la otra parte del mundo». El simulacro ya cotiza con mayor valor emocional que el acto.

Kentukis
Samanta Schweblin
Literatura Random House, 2018
221 páginas