El libro que no fue

Cada libro establece una ruta singular entre autor y lector y a veces merece la pena detenerse en su historia textual para conocer el estado del firme. Como es sabido, Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913) muere en un accidente de tráfico en 1960, tres años después de recibir el Nobel, y entre sus pertenencias se recoge a pie de carretera un maletín negro en el que llevaba un manuscrito inconcluso titulado El primer hombre, publicado ahora por Tusquets en traducción de Aurora Bernárdez. Francine, su primera esposa, se negó rotundamente a su publicación y fue su hija Catherine quién concedió los permisos 15 años después de la muerte de su madre, en 1994. Este año en el que estamos, se reedita al cumplirse el 25º aniversario de aquella publicación que Francine había intentado evitar bajo la premisa de que Camus jamás lo habría consentido. Y posiblemente sea cierto.  Aquella fría mañana de enero, se dirigía precisamente al despacho de Gallimard para mostrarle el libro en que estaba trabajando. Nunca habría sospechado que se haría público en ese estado embrionario y que así formaría parte de su bibliografía.

Dejando a un lado la rentabilidad económica que en estos casos genera la publicación de textos inéditos en el estado en que se encuentren, ya desde La Eneida de Virgilio nos enfrentamos a un debate nada sencillo de abordar entre la voluntad de un creador y el interés general de su obra. Obviamente, en vida del autor no tendría sentido publicar un borrador que solo debe conocer el editor y quien el autor considere oportuno, pero una vez que no hay posibilidad de continuarlo, el borrador se convierte en obra definitiva sin dejar de serlo.

La pregunta que nos podemos hacer en este caso es si el manuscrito, tal como está, aporta algo a la obra de Camus que merezca contradecirle o nos valdría con saber, por testimonios cercanos y algún apunte propio, que estaba escribiendo lo que probablemente iba a ser el libro total, es decir, el testimonio de su propia vida. Sin duda, El primer hombre, de haberlo concluido,habría sido un libro capital en la bibliografía de Camus, pero en el estado embrionario en que lo dejó, casi sin signos de puntación y apenas una tercera parte de lo proyectado, no pasa de ser un pie quebrado, no tanto estilísticamente, que en esta caso no puede ser un criterio aplicable, sino desde la intencionalidad con que había sido proyectado y su verdadero alcance. Para un autor con una conciencia de la justicia tan profunda como fue Camus (cuántas veces habrá repetido la palabra «justicia» en su vida), un escritor tan moralista, que en su caso no tiene nada que ver con ser predicador de una moral, tal situación provocaría, y esto no es más que una opinión personal, un sentimiento cercano a la ira.

El borrador inconcluso de El primer hombre nos adentra en el mundo más personal de Camus. Todo  iba a estar ahí, en ese libro, y lo poco que conocemos nos permite vislumbrar cómo se comienzan a gestar valores fundamentales en su vida como la lealtad, la generosidad, la rectitud, la responsabilidad, la dignidad o la exigencia consigo mismo. También  esa avidez por vivir de Camus que siempre cohabitó con una pena sorda al fondo. El manuscrito se compone de 144 páginas escritas a veces sin puntos ni comas, con una caligrafía rápida, según dicen sus editores, en ocasiones difícil de descifrar, en ningún caso corregido todavía por el autor. El texto se ha recompuesto ortográficamente en lo posible. Se añaden las hojas sueltas insertas en el manuscrito y el pequeño cuaderno de espiral y papel cuadriculado que bajo el lema «El primer hombre (notas y proyectos)» incluye diversos apuntes que permiten intuir la ambición de lo que traía entre manos y la importancia que para Camus tenía el proyecto. Pensado como novela, no como libro de memorias, elige el nombre de Jacques Cormery para su alter ego y solo tuvo tiempo para esbozar dos  apartados: «La búsqueda del padre» y «El hijo o el primer hombre».

La primera de ellas se centra en la infancia de Camus con una vuelta de Jacques Cormery a su barrio para visitar a su madre. Recuerda entonces una infancia vivida en una miseria absoluta con la ausencia del padre, muerto en la Primera Guerra Mundial, y bajo el cuidado de una abuela autoritaria y una madre analfabeta, casi muda. Nadia a su alrededor sabe leer, pero es precisamente en la miseria donde toma conciencia de la libertad. Un mundo de pobreza, de luz y de mar donde crece y cuyo recuerdo le preservó, según él mismo dejó escrito, de dos peligros opuestos que amenazan a todo artista: el resentimiento y la satisfacción.

La segunda parte hace referencia a su primera formación intelectual, en la que jugó un papel muy importante Louis Germain, su primer maestro de escuela, como reconocería Camus en el discurso de entrega del Nobel. Gracias  a su ayuda y a una beca por su condición de huérfano de guerra, podrá continuar sus estudios de bachillerato, lo que supone el descubrimiento de un nuevo mundo lejos de la miseria que le vio nacer, pero que le obliga a vivir dos mundos escindidos, el de su familia y el de su formación. Eso fue lo que metió aquella mañana en un maletín negro y quizá no debería haber salido nunca.

El primer hombre

Albert Camus

Traducción de Aurora Bernárdez

Tusquets, 2019 304 páginas

Documenta

«Una secuencia de interrupciones, agujeros, partes faltantes sustraídas del momento en que la experiencia tuvo lugar. Porque un documento de una experiencia es igual a la experiencia menos uno. Lo extraño es esto: si un día, en el futuro, sumas todos esos documentos otra vez, lo que resulta, una vez más, es la experiencia. O al menos una versión de la experiencia que reemplaza a la experiencia vivida». La cita es larga, pero merece la pena subrayarla y copiarla aquí, además de su valor autónomo, por su carácter medular y su capacidad para permitirnos vislumbrar, a ojo de dron, comprimido en un párrafo, el completo mapa orgánico del libro que la incluye, Desierto sonoro, la última novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), en traducción de Daniel Saldaña y la propia autora.

Una historia contada en primera persona mediante fundidos en negro de secuencias que desarrollan linealmente el viaje por carretera de una familia desde su apartamento en Nueva York hasta Nuevo México. Una familia formada por un matrimonio y sus dos hijos, un niño de diez años y una niña de seis. El viaje tiene como finalidad avanzar en los proyectos que el matrimonio ha iniciado por separado: la exploración del territorio, los despojos y desplazamientos forzados de los apaches chiricahuas, Gerónimo y su banda, los últimos apaches que se rindieron al hombre blanco, cuyos fantasmas persigue el marido y, por parte de la narradora, la diáspora de «los niños perdidos» que viajan solos en condiciones inhumanas para intentar cruzar la frontera de México con Estados Unidos. Al fin y al cabo, una historia de desplazamientos que se cruzan en una narración cuyo elemento primario es el material de la vida personal de la autora que urde toda la novela.

Escrita originalmente en inglés, Desierto sonorose puede leer como una  subversión de ese modelo tan perseguido como frustrado que viene siendo «la gran novela norteamericana», en forma esta vez de road trip planteado de forma muy distinta al habitual viaje estadounidense de iniciación. Aquí se trata de un descenso al inframundo muy alejado del romanticismo extraño y condescendiente con el que Kerouac y los beat escribieron sobre México o Hemingway sobre Cuba. La mirada de Valeria Luiselli, que procede de un sistema matriarcal muy activo en política reivindicativa, propone un descenso al inframundo y a las contradicciones de la conciencia que resulta, a pesar de lo forzado que nos pueda parecer el tramo final, mucho más abarcador y complejo. Un texto nada autocomplaciente que se mantiene en un registro documentalista según el tema de los niños migrantes adquiere mayor peso. Valeria Luiselli había escrito Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas)(Sexto Piso, 2016) con la necesidad de asimilar y reflexionar en voz alta acerca de su experiencia como traductora para la defensa de los niños migrantes en la Corte Migratoria de Nueva York. Un testimonio ajustado estrictamente a la realidad, honesto en su desarrollo, sin alentar ningún tipo de victimismo mediático, escrito desde una perspectiva situada entre el deseo de remediar ese desamparo existencial que se sentaba a diario frente a ella y la impotencia que provocaba la imposibilidad de hacerlo. Desde una perspectiva actual, «Los niños perdidos» podría ser la antesala de «Desierto sonoro», pero también se podría decir que «Desierto sonoro» responde a la necesidad de englobar «Los niños perdidos» en un contexto personal más amplio, con una mirada extranjera que habita entre dos mundos, que vive habitualmente entre dos espacios físicos y culturales, que quizá no mire desde la distancia, pero sí con la extrañeza del que viene de fuera, lo que le permite afrontar el origen y ramificaciones de lo que viven esos niños con menos urgencia, pero con la misma rabia y claridad. Un grito desde los márgenes hacia un sistema pervertido en el que la mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior en vez de afrontarlo como una realidad global que nos afecta a todos.

La crisis de la pareja y la necesidad de documentar y archivar lo vivido no son temas menores en «Desierto sonoro». En ambos juega un papel fundamental la memoria, la necesidad de registrar con la misma honestidad ese tránsito, ese cruce de desplazamientos. Al final hay una sensación de que el presente se nos ha vuelto demasiado abrumador y, por tanto, se nos vuelve muy difícil imaginar un futuro. Y sin futuro, dice la narradora, el tiempo se percibe nada más que como acumulación.

En la base del mundo

Hay libros que te dejan un moratón como lector por el ritmo de lectura que imponen. Suelen ser libros breves que primero impactan y luego te empujan no se sabe muy bien dónde. Lo que se dice en ellos y el cómo se dice están imbricados de tal forma que parecen la misma cosa. Animalescos de Gonçalo M. Tavares (Luanda, Angola, 1970), traducción y edición de Aníbal Cristobo, provoca ese tipo de impacto.

La verdad es que son unos cuantos los libros de Tavares que lo provocan: Aprender a rezar en la era de la técnica, Jerusalén, la serie de novelas incluidas en Barrio, Un viaje a la India o Enciclopedia reclaman una lectura desde otra dimensión. Su proceso de creación presenta de inicio un cierto automatismo mediante el cual el autor no se detiene a pensar en lo que está haciendo. Después viene un proceso de corrección que puede suponer unos cuantos años a vueltas con el texto, muy consciente ya en ese momento de cómo quiere abordar el material que tiene entre las manos. De ahí que muchos de sus libros se hayan publicado seis u ocho años después de haber sido escritos por primera vez.

Gonçalo M Tavares. Fotografía de Daniel Mordzinski

La escritura de Tavares bien podría ser un ejercicio de investigación constante para comprender aquello que se desconoce. Una investigación que tiene lugar en el mismo proceso de escritura, no como documentación previa. Su objeto de estudio es la naturaleza del hombre o, mejor dicho, todo lo que se ignora de ella. Dice Vila-Matas de Tavares que escribe en muchas ocasiones sin saber lo que va a escribir: » Los temas se van por las ramas, las observaciones brotan aquí y allá, nuevos personajes aparecen y desaparecen». En ese sentido, el interés de Animalescos no reside tanto en la casi inexistente estructura narrativa de los textos como en la galería de personajes cuya forma de vida viene pautada por un racionalismo muy poco convencional. Un racionalismo inserto como paradoja en el desvío que provoca el contraste entre el orden interior que buscan los personajes y el caos exterior. El resultado es una deformidad que nos hace recordar los cuadros de Bacon.

Tavares tiene su base de operaciones en la era de la técnica. La asimilación del hombre a la máquina genera un nuevo tipo de pensamiento en sus personajes, que se convierten en seres “animalescos” por influencia de la máquina como estructura funcional que no actúa de forma humana ni de forma inhumana, no tiene humanidad ni inhumanidad. La máquina actúa desde otra categoría (como el helicóptero que sobrevuela Animalescos) y la bondad o la maldad son valores ajenos a ella: “Para una fotocopiadora es indiferente reproducir una fotografía de una familia o de una sentencia de muerte; sus valores son completamente ajenos a los nuestros; yo comprendo antes la maldad, que es algo humano, que este cruzarse de brazos, sin brazos, de la máquina”.

La literatura de Tavares es pura ficción. Su yo está prácticamente ausente, su objetivo es investigar otros mundos y la ficción le concede la posibilidad de situarse “en otro lugar del otro”. Animalescos genera un desvío del pensamiento y de la conducta en un espacio narrativo al margen del orden establecido. La prosa avanza al ritmo del pensamiento como un fluir de consciencia que traza una línea de fuga también en lo formal. La cita de Deleuze que abre el libro es muy significativa acerca de la perspectiva que toma el autor para generar la voz narrativa. Se produce un deslizamiento de la primera persona hacia un páramo incierto donde se activa una voz en potencia de pensamiento. A su vez,  abre una línea de fuga determinando en su mismo movimiento un nuevo plano de composición por parte del pensamiento. Ese nuevo plano contextualiza un estilo de vida impersonal que, sin embargo, activa lo singular. Un yo disuelto, astillado, que acontece en un plano de inmanencia. La voz narrativa pertenece a un hombre que ya no tiene nombre, pero que no se puede confundir con ningún otro. Una esencia singular. Una vida. Un loco autodidacta cuyo oficio consiste en explicar qué hay verdaderamente en la base del mundo.

Animalescos

Gonçalo M. Tavares

Traducción del portugués: Aníbal Cristobo

Kriller71, 2019

111 páginas

¡anda ya!

La fábrica emocional de Pierre Michon

Si comparamos el primer plano de Pierre Michon sacado del archivo Galimard que ilustra la solapa de Vidas minúsculas (Anagrama, 2002) con el Pierre Michon actual retratado por Jean-Luc Bertini en la portada de Llega el rey cuando quiere (WunderKammer, 2018), se puede constatar que ha pasado algo más que el tiempo. Toda su producción literaria transcurre entre ambas fotografías. Como un personaje de Conrad, la exploración literaria de Michon tiene un origen comunitario, de aspecto reconocible (febril mirada de miope tras unas gafas muy de época, como a americana), para avanzar río arriba hacia el despojamiento: «La voluntad de reconciliación con el mundo que rige la escritura no equivale nunca al extremado retiro de quien se ha colocado en la situación de escribir. Esa mima práctica (escribir, pintar) que apunta a la reconciliación con el mundo es una práctica de retiro, de ruptura».

Esa exploración la ha llevado a cabo Pierre Michon (Cards, 1945) desde el mínimo vital de la novela, «lo que le basta», es decir, desde la renuncia al texto grande, desde luego más largo, más libre, pero con la carga de lo que no es esencial. El texto breve es esencial para Michon, porque es el lugar de la estricta evidencia y de la prolongada resonancia. La lectura de una novela es fragmentada, puede durar semanas, y esa excesiva libertad de la lectura le provoca a Michon una imprecisa frustración: «Hablando en plata, el relato breve permite llevar de las riendas al lector, impedirle una lectura plural, privarlo de libertad y encantarlo en la primera acepción de ese verbo. Si entra en el juego, si se deja atrapar, creo que puede sacar de ello u agrado más embriagador, más arcaico». Arriesgarse así solo permite el fracaso la mayor parte de las veces o la maravilla de cincuenta páginas que caen de pie. «La mínima nota desafinada lo lleva todo a la papelera. Para lo breve no hay rescate posible».

Su producción literaria abarca Rimbaud, el hijo (Anagrama, 2001), Vidas minúsculas (Anagrama, 2002), Señores y sirvientes (Anagrama, 2004), Cuerpos del rey (Anagrama, 2006), Mitologías de invierno (Alfabia, 2009), Los Once (Anagrama, 2010), Abades (Alfabia, 2010)y El origen del mundo (Anagrama, 2012).Te caben todos en un bolsillo. Escribe cada uno de sus relatos de un tirón: «Son fugas de 30 a 60 páginas que me permiten no perder de vista el íncipit y conducir mi emoción de partida intacta hasta el final». Se acerca por atajos, con las mil astucias de la lateralidad, desde un ángulo de ataque lateral adecuado: «Puedo decir que funciona cuando el tema me emborracha, cuando me enamoro de él». Su literatura está profundamente vinculada a la pintura porque la primera debe emparentarse más con la emoción que con la interpretación, «una emoción que debe ser atinada, es decir, muy abierta y que no tenga que ver con la espontaneidad, eso por descontado…»

Michon, hijo de una maestra rural y un padre militar que se fue de casa sin dejar rastro, escribe su primer libro como “un dispositivo colocado frente a un espejo”. Tras una infancia plagada de ausencias, abandonado después al alcohol y a los barbitúricos, ingresado repetidamente en varias clínicas de desintoxicación, busca refugio en la escritura, pero esta tarda en abrirle la puerta. Hasta los 38 años no publica esa pequeña joya de apenas un centenar de páginas titulada Vidas minúsculas, uno de esos libros que circula como una consigna y termina generando una ola de entusiasmo soterrado entre incondicionales adeptos. Desde ese momento, la literatura de Pierre Michon adquiere un sello de identidad muy particular, afianzado en libros sucesivos como Rimbaud el hijo, Señores y sirvientes o Cuerpos del rey. El señuelo de todos ellos será el del biógrafo biografiado a través de la reconstrucción de vidas ajenas. De perfil similar a Claudio Magris o W.G. Sebald, pero con una textura poética de raigambre más barroca, fusiona biografía íntima e historia, pero una historia anónima evocada desde la perspectiva de su presente. Su escritura participa, por tanto, de esa hibridez que define el rumbo de la literatura más reciente.

Michon asume con Rimbaud, su poeta icono, que la existencia sólo se justifica como materia artística. Considera que la auténtica virtud delm hombre de letras es la eterna reactivación de la literatura y la importancia de la emoción poética imprimir cadencia a la lengua. Si en Señores y sirvientes reúne cinco textos dedicados a otros tantos pintores en los que crea una atmósfera en la que juguetean lo acontecido y lo no acontecido, en Cuerpos del rey elabora una ficción más conforme con lo que considera verdadero para trazar en diversos textos el perfil más humano de los escritores que han sido fundamentales en su formación literaria, como es el caso de Beckett, Flaubert, Balzac, Villon, Victor Hugo y, sobre todo, Faulkner.

Llega el rey cuando quiere (WunderKammer, 2018), en traducción con mano exquisita de Teresa Gallego Urrutia, recopila trece conversaciones sobre literatura mantenidas por Pierre Michon con diversas medios franceses especializados. No tiene desperdicio ya desde el prólogo del propio autor. Conversan con él especialistas en su obra que mantienen un guión estricto basado en una lectura continuada, lo que permite al entrevistado sentirse bien atendido y en una atmósfera de buen hacer que dispara su predisposición al trabajo bien hecho, a la generosidad en el esfuerzo hasta el el derroche, tanto en la respuesta larga como en el matiz.

Aplicado a sus escritores más admirados, Michon bucea en el hombre probable que se esconde tras la máscara del texto que lo ha entronizado y consagrado, “y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett […], pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina; o se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett”, escribía en Cuerpos del rey. En el caso del Beckett último y de Faulkner, Michon estudia sus posturas fotográficas en sendos retratos para intentar captar ese algo que en su cuerpo denote la diferencia, la huella de su poder literario. Pero todos los autores a los que se acerca, y por eso lo hace, alcanzan “lo sublime, porque sus novelas engloban el mundo a través de las palabras. Michon, como ya ha dicho Jacinta Cremades, se interroga a partir de sus lecturas sobre esa presencia repentina de la literatura que convierte en “rey” a un escritor.

Pero escribir es hasta cierto punto justificarte sin que nadie te lo pida y eso no deja de tener su lado cómico. En una de las conversaciones más sugerentes de las recopiladas en Llega el rey cuando quiere, realizada por Thierry Bayle y publicada con el título «Pierre Michon, un autor mayúsculo» en Le Magazine Littéraire, nº 53, en abril de 1997, Michon destaca su amor por la literatura, los libros, los autores, «me paso la vida en compañía suya». No obstante, en una zona más honda, todos son susceptibles de provocar risa. «Hay en todo lector una vocecita que por lo bajo le dice a lo que está escrito: ¡anda ya! Lo peor es que en el mismísimo momento en que estoy escribiendo, una vocecita interior me dice de repente: ¡anda ya! Y claro, entonces dejo de escribir, me callo». Así funciona esto, por tajadas breves de iluminación. Todo lo demás es superfluo, pero nunca es fácil callar a tiempo.